V.
Madame Neuville poseía dentro de uno de sus jardines, uno laberíntico,
con muros verdes de metros de altura, e invitó a los invitados a
invitarse a adentrase en él. Mademoiselle Dalmatie se adelantó la
primera, sola, como poseída por una atracción hacia el centro del
laberinto, el resto, repartidos en grupos de dos y tres, charlaban
animosamente como si estuvieran profundizando en un terreno ya conocido.
Deslizándose por los pasillos que olían unos a gardenias, otros a rosas
y otros a lavanda, Mademoiselle Dalmatie, reía, liberada del
encorsetamiento de la reunión. Comenzó a desnudarse poco a poco: lanzó
el sombrero a una de las fuentes, y ante su asombro y sin ayuda de
doncella, en la espalda del corpiño saltaron los botones al aire. Olía a
toro: tal apasionamiento debía ser resultado del recuerdo que dejó en
ella Monsieur Ājar . Desnuda completamente, bailaba de puntillas al
ritmo de un clavecín que no veía, y que aumentaban las ganas de conocer a
aquello que fuera que lo tocaba. Guiada por la música y por mugidos,
Mademoiselle Dalmatie, percibía como anochecía rápidamente a medida que
avanzaba perdida. La luna se posó sobre ella iluminando su rostro, el
centro exacto del laberinto y a lo que apareció en escena: Pierrot, el
loro mejicano de Madame Neuville.
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