Orejas

Sentía las orejas rojas apoyadas en las orejas del sillón de orejas después de haber estado tumbado en la hamaca al sol. Los lóbulos me ardían. Tendría que posponer el hacerme el agujero para el pendiente, quizás en forma de cruz. Así al menos podría pensar si finalmente me lo haría en la izquierda o en la derecha.
Lo peor era que era mi cumpleaños. Y siempre habría alguna vecina, tía o sobrino que se ensañaba. Todo fue culpa de ese maldito suplemento sobre piscinas. Lo doblé, lo planté sobre mi cara para taparla cara al sol. Pero las orejas quedaron al aire. Dormí como un lirón. Todo el mundo comenzó a llamar por teléfono. Mandaban mensajes. Yo conectaba el manos libres y frente al espejo del baño hacía muecas de incomodidad mientras les susurraba: Gracias... Bien... No hace falta... 36... quizás... La salud es lo más importante... Pero el dinero ayuda... Recordé como una mañana desperté con un pequeño círculo violáceo en la frente, exactamente entre los dos ojos, y no había sido tanta mi extrañeza. Mi hermano estaba preparando una fiesta sorpresa. Se encontraba haciendo las compras. El calor martilleaba mi martillo. Comenzaban a ganar volumen los cartílagos. Siempre habían sido como de Buda pero ahora eran de elefante. Preparé un cóctel, muy refrescante. Me coloqué las cubiteras en cada una de ellas y fijé mi mirada en una reproducción de La Noche estrellada de Van Gogh. Goteaba. Mandé un mensaje a mi hermano: Querido Teo, no me encuentro bien. Mis orejas no están calmadas ni suficientemente hidratadas, dan ganas de cortármelas. Metí la cabeza en la pecera y los peces payaso sigilosamente se acercaban a mis orejas como si fueran conocidos. Mientras contenía la respiración recordé que mi amigo G. iba a regalarme unos auriculares de última generación. ¡Sólo quería dormir! Y que alguien con las manos frías y el corazón caliente me cubriera las sienes. Al abrirse la puerta, mis orejas estaban tan rojas como las rosas del ramo. Las abejas querrían polinizarme. La casa se llenó de amigos, familiares y compañeros de trabajo. No sé que grado de quemaduras tendría, de cadena perpetua. Al grito unísono de feliz cumpleaños, tuve que tapármelas (también porque cantaban regular) y fue un alivio. Continuaron los cánticos y demás consignas sobre lo excelente que era, que siempre lo sería, que reinase la paz en mi día... El confeti multicolor se había adherido a mis orejas, cubriéndolas por completo. Agarré a mi hermano Teo por el brazo, lo arrastré hasta la cocina y le dije: pasado tendré las orejas más bronceadas de toda la oficina, pero ahora llévame a urgencias.

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