¿Cuántos viajes interprovinciales me quieres?
Yo te quiero un viaje a Tokio.
¿Cuántos árboles solitarios?
¿Cuántas entradas para el circo?
Yo te quiero un monólogo de doce horas.
¿Cuántos abrazos de oro me quieres?
¿Cuántos besos de fresa?
¿Cuántos monasterios sobre playas?
Yo te quiero toda la costa del Algarve.
Yo te quiero el trayecto de París a Constantinopla.
¿Cuántas ostras me quieres?
¿Cuánto champán?
¿El mantel de cuántas manos artesanas han cosido estas flores?
Yo te quiero un baño de agua caliente.
Yo te quiero un autorretrato de Durero.

Por mi pulpa

Mi familia pensaba que era un pulpo. Mis reflejos extraordinarios daban una extraña impresión. Pero no lo era. Teletrabajaba y también conseguía preparar un bizcocho que sabía a cielo. Con el rabillo del ojo, tomaba el control de mi oficina conyugal. Mis hijos, Mateo de siete años y Magda de diez, creían que era un pulpo. Sorprendía mi visión periférica. Pero era más bien una capitana de barco en ese conglomerado de apartamentos renovados, espaciosos, oceánicos de mármol. Yo deseaba estar en otra parte, en alguna playa de la costa africana, y quizás, hacer submanirismo. Las madres, trabajadoras y pulpas, también desean estar solas a veces, respirar, y tener un momento de reposo en el cuál poder regocijarse en el amor que se siente por la familia, por el trabajo y por una misma. Quería mantenerme en forma, pero sólo me daba tiempo a utilizar el peso de las bolsas de la compra para hacer músculo. El perro, Dandy, se convirtió en mi confidente cuando dábamos paseos. Mi cabello se volvió un poco más blanco, quizás vi un fantasma, quizás me vi reflejada a mí misma en el espejo. Supuse que me sentaba bien. Jugaba con los niños a la familia Adams. Un día, en pleno ataque de estrés, regando las plantas, mi marido me dijo: quería que fuéramos toda la familia a Galicia de vacaciones, pero como eres un pulpo, nos da miedo que te coman. Pedí el divorcio, tomé un vuelo a Mozambique y en una de sus playas, me convertí en una sirena independiente.

Matadero de cebras

Su abuela me dijo que fuera a recogerla al trabajo. Yo sentía por su nieta un amor en blanco y negro. Salí diez minutos antes de clases de escultura. El silencio rayante de los amplios bulevares sin árboles del matadero de cebras no preconizaban lo que ocurría dentro. Habían invertido mucho en insonorización. Me encontré con un guardia, iba vestido con un uniforme de estampado de tigre. Me reconoció y me puse un parche para sólo ver la mitad de los ríos de sangre. Las cebras, su carne, su piel, sus vísceras, mantenían varias casas de campo diseñadas por Oscar Niemeyer. Reparé mi corazón cuando vi a varios caballos, pero quebró de nuevo cuando me di cuenta que cargaban el cuero y lloraban. Reconocí sus zapatos envueltos en plástico a través de la muerte rayada colgada de garfios de marfil. Ojalá el negocio familiar hubiera sido de cerámica. Pero aquel domingo, al llegar juntos al jardín de su abuela, me sirvieron lo que ellos llamaban chorizo de la Sabana. Se celebraba una matanza de cebras. Yo los veía a todos como Cruela. Debatían ampliar el negocio con un matadero de peces payaso o quizás de camaleones. Al salir ella me confesó que su abuela había resaltado que le parecía que yo tenía una piel muy bonita