Matadero de cebras

Su abuela me dijo que fuera a recogerla al trabajo. Yo sentía por su nieta un amor en blanco y negro. Salí diez minutos antes de clases de escultura. El silencio rayante de los amplios bulevares sin árboles del matadero de cebras no preconizaban lo que ocurría dentro. Habían invertido mucho en insonorización. Me encontré con un guardia, iba vestido con un uniforme de estampado de tigre. Me reconoció y me puse un parche para sólo ver la mitad de los ríos de sangre. Las cebras, su carne, su piel, sus vísceras, mantenían varias casas de campo diseñadas por Oscar Niemeyer. Reparé mi corazón cuando vi a varios caballos, pero quebró de nuevo cuando me di cuenta que cargaban el cuero y lloraban. Reconocí sus zapatos envueltos en plástico a través de la muerte rayada colgada de garfios de marfil. Ojalá el negocio familiar hubiera sido de cerámica. Pero aquel domingo, al llegar juntos al jardín de su abuela, me sirvieron lo que ellos llamaban chorizo de la Sabana. Se celebraba una matanza de cebras. Yo los veía a todos como Cruela. Debatían ampliar el negocio con un matadero de peces payaso o quizás de camaleones. Al salir ella me confesó que su abuela había resaltado que le parecía que yo tenía una piel muy bonita

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