Enterrado vivo cartucho HP304
Gorrión
Jaime lll
Árbol de Navidad
Intento de Luna
Intento de Sol
Fiesta privada
Jaime (o Antonio)
Un postre invisible
La Muerte y el Ama de Casa
Jim Morrison sigue vivo
La borrachera de aquella noche en Montmartre tuvo que ser demasiado fuerte como para acabar como un
náufrago. No le importó verse rodeado de azul, al contrario. Y si el cielo y el mar iban a ser a partir de
ahora sus músicos, firmaría el contrato sobre arena. Jim era el náufrago más sexy de toda la isla si no
fuese porque era el único. Hacía riffs con las ramas de las palmeras, cazaba lagartos para fabricarse
pantalones, y en las noches, fogatas: calientes puertas de la percepción. Deseaba broncear a su padre y
prepararle un daiquiri a su madre, y cuando se desplomaba poseído por algún espíritu autóctono, caía en
lo mullido del musgo y no sobre lo rígido del escenario. Construyó un piano Rhodes con conchas. Y
aunque mirada al horizonte en busca de un motel que fuera cómodo, Jim saltaba sobre las tablas de la
Tierra, y agradecía a su público, los tucanes, esa tumba sofocante en la que se había convertido su hogar
eterno, y que fue el principio del microrrelato de su nueva vida, hermoso amigo, y para nosotros el final
del mismo, sus únicos amigos. Jim sigue vivo y bebe whisky con los ángeles.
Unicornio (Juan Ramón Jiménez)
Desperté antes de lo debido y quise aprovechar para ver el amanecer sobre el horizonte del campo. Los grillos todavía cantaban. En la pequeña parcela donde estaban los caballos había cuatro blancos. Pareció que uno de ellos quería acariciarme y comenzó a acercarse a mí elegantemente mientras jugaba nervioso al tenis intentando trinchar una abeja con lo que parecía ser un cuerno de ¿marfil? Tuve que frotarme varias veces los ojos para focalizar correctamente lo que estaba viendo. Me pellizqué otras tantas veces en el brazo. A cada cabriola era más visible el cuerno. El sol aparecía en escena y la piel del caballo era lunar. No estaba preparado para un momento así vestido con un pijama. Resopló tan cerca de mi cara que nuestros flequillos saltaron graciosos dejándonos a lo Verónica Lake. Pude acariciar su morro y era suave como el terciopelo. Recuerdo que le dije que fuera mi Platero y yo creo que me entendió. Pero noté como no le agradó mi comentario que resonó en el silencio de la dehesa. Por lo visto nunca le gustó cómo Juan Ramón Jiménez había tratado a Zenobia Camprubí. Me retó. Yo no tenía ningún arma punzante para defenderme a duelo, ya dije que estaba en pijama. Fue hacia atrás cogiendo carrerilla para saltar la parcela y hacer a saber qué. Vociferando, le dije que no, que quería que fuera mi Rocinante, o mi Babieca, o mi Pegaso. Yo creo que me entendió. De pronto, calmado, volvió al grupo de los otros tres caballos blancos y yo ya cegado por el sol abrasador del agosto extremeño, me dirigí temblando como un flan a la sala principal de la casa, donde me senté en el sillón más mullido y respirando profundamente, me levanté y me dirigí al rincón de la biblioteca donde extraje de la fila de libros un ejemplar de la Conciencia Sucesiva de lo Hermoso
(para llevármelo a la biblioteca de la casa de la ciudad).
Me quedé encerrado en un HyM
Soy presumido pero no tanto. El vigilante ni se inmutó. Iba cargado de bolsas para su mujer y mi vanidad no me dejaba salir del probador. Ambos estábamos aprovechando las rebajas. Canturreé hasta el último segundo cada uno de los temas del hilo musical. Luego saltó un disco de ambient y me puse a meditar. Salí abriendo la cortina del probador como si entrara en un mundo oscuro paralelo. El roce de las prendas las unas contra las otras colgadas en las perchas relajaban como ASMR. Prendas fabricadas en Vietnam. Las luces se encendían a mi paso. Quizás por mi delgadez la alarma no me reconociese. Me paseé por los amplios espacios acariciando los abrigos de nueva temporada: terciopelo. Me puse una gorra de borreguito sobre la cabeza y simulé ser un lobo. Los sombreros de alas miraban fijamente a mis sienes. Los calcetines suplicaban ser convertidos en muñecos con ojos de botones. Interpreté varios personajes frente al mayor espejo: Madonna, Marlene Dietrich, aunque mi silencio era más de la Garbo. La ovación a mi actuación y tranquilidad fue la de los pendientes de la sección de Mujer que tintineaban como una lámpara del Tibet. Me probé todas las tallas XXL. Monté una tienda de campaña a base de trajes de chaqueta. Escribí algunos poemas a vuela pluma y los metí en los bolsillos de todos los pantalones cargo que encontré. Eran poemas sobre naturaleza y sobre el paso del tiempo: pastoriles. Mis compañeros los maniquíes no se manifestaban. Fríos en sus colores beige. Durante el resto de la noche no tuve hambre, no tuve sed. Estaba cada vez más rígido. Más Ken. Las extremidades de plástico duro, el sexo compacto y los ojos no movibles. Mi melena cayó al suelo como una peluca. Nadie me reclamó al móvil. Creí que me estaba convirtiendo en árbol, busto clásico romano o florero. No tuve opción: a partir de ahora podréis encontrarme rígido eternamente en la sección de hombre del HyM de la Calle Orense de Madrid.
Monfragüe
Quise que el sol me deslumbrara para broncearme cuando me sorprendieron veinte buitres negros sobrevolando mi sombrero de ala. Volaban sinuosamente. Tuve un instante de miedo porque durante esa última semana me había sentido muerto en vida y por eso cogí mi Jeep Cherokee color champán que me habían traído desde Chicago y salí a intentar resucitar hacia el río y la montaña, un exceso de trabajo había hecho que se me marcaran los pómulos y las clavículas, pesaba sesenta y tres kilos, y aunque desprendía un olor puro y limpio a Terre de Hermès, nunca se sabía. Un urbanita sólo estaba acostumbrado a los gorriones, a las palomas y a los caniches toy. Había dejado los prismáticos en la guantera del coche, había olvidado las gafas de sol en el mostrador de la gasolinera a cien kilómetros, y el carrete de fotos puede que estuviera en el estómago de algún reptil al haber caído al río cuando muy cándido y narciso fui a observar lo que parecían ser nenúfares. Estaba desnudo de aparataje. Desafié de nuevo al sol y a los veinte buitres negros nebulosos mientras barruntaba todo ésto y de repente fue como mirar a los ojos a la muerte. Puede que la mereciera en ese momento. No había reciclado correctamente las sobras del picnic que hice románticamente conmigo mismo, y estar en medio de la montaña a las cuatro de la tarde con un sol de justicia y unas crocs entre las rocas merecían no sé si el fin, pero al menos una foto para la risión. Verlos y oír su silencio cada vez más cerca impresionaba más que en los documentales de National Geographic en dolby surround. En la oficina alguna vez me habían echado en cara mi forma agresiva de venta pero nunca me habían llamado carroña de forma tan directa. Caí al suelo mareado por los nervios y los arbustos pincharon. Mis oídos pitaban como si muchos estuvieran acordándose de mí. Todo fue brillante y negro. Destellos de plumas y sangre.
Laridae
(Sonaba 4'33'' de John Cage a todo volumen) Era finales de agosto y el calor apretaba, Charlotte, tumbada exhausta sobre el sofá king size, leía con su mano derecha un libro, con la izquierda ojeaba una revista, veía la televisión y escuchaba la radio, cuando de pronto se interrumpió la excesiva tranquilidad con lo que parecía ser el llanto desesperado de un bebé que salía de la chimenea.
En principio, pensó, sobresaltada, que la madrugada no era una franja que fuera extraña para llantos de bebés que no conciliasen el sueño, pero en el momento, fue consciente de que la casa alquilada donde se encontraba no colindaba con ninguna otra.
Aturdida por aquellos sollozos chirriantes y constantes, casi supersónicos, más que por el exceso de información previa al comienzo del fin, Charlotte se incorporó recordando qué buena compra había sido ese pijama de dos piezas de seda color hueso que llevaba y se dirigió con ese pensamiento a la cocina a beber un sencillo vaso de cristalina agua fresca. La televisión y la radio dejaron de oírse.
La casa (con un pequeño jardín) que había alquilado ese verano, se encontraba frente a un diminuto puerto del pueblo y se podía ver a través de todas las ventanas. Los barcos quietos como clavados en el mar, el cielo negro: le extrañó no ver ni una sola estrella.
Como en un cuadro de Hopper, sentada en la pulcra mesa blanca de la cocina con sillas a juego, reflexionaba sobre lo bien que se podía estar sola o lo necesario que era a veces desaparecer para demostrarse a una misma qué importancia tenían los demás para ella.
Los últimos dos días habían sido pura telepatía. Conversaciones internas de cosas que no había dicho. Soliloquios mientras se duchaba y silbidos mientras cocinaba. Pero los gemidos comenzaron a subir de volumen y a Charlotte le pareció que fuesen lo que fuesen iban dirigidos hacia ella.
Abrió la nevera y agarró el litro de helado de nata como si fuera una medicina. Clavó la cuchara como si fuera un cuchillo y se la metió en la boca, sintió lo cartilaginoso y lo rasposo de plumas de ave resecas mezcladas con el helado dentro de su garganta, una pasta de hedor dulce y putrefacto.
Horripilada por el hecho de que no fuera un mal sueño, escupió todo lo que pudo en el cubo de basura y se tumbó sobre la fina alfombra de la sala, y las arcadas suplantaron por un momento de descanso la vuelta al silencio.
Charlotte cerró con llave la puerta principal, la secundaria al jardín y encajó lo más que pudo todas las ventanas. Decidió intuitivamente esconderse entre las sábanas impolutas de su cama queen size como medida última de revertir la pesadilla en vuelta a una realidad anterior, pero al atravesar la cortina de piedras semipreciosas que colgaban del quicio de la entrada a su dormitorio, allí estaba, sobre el armario nacarado, un ejemplar de gaviota hembra de gran tamaño, como una esfinge rabiosa, agitando la envergadura de sus alas de dos metros sobre tres tambaleantes huevos, y Charlotte paralizada ante esos chillidos maternos, no supo descifrar si el animal tenía como objetivo atacarla o abrazarla.
*
Juan Dando ha resucitado. Larga vida a Juan Dando (exposición retrospectiva)
Juan Dando apareció repentinamente entre las ramas de la copa del castaño de indias donde reposaban sus cenizas. El jardinero jefe del Parque Atenas canturreaba aquel mediodía porque le había tocado algo en la lotería y quedó atónito ante aquella presencia del adonis. Frunció los ojos varias veces. No conocía esa especie de pollo. Juan, aturdido, bajó del árbol como pudo y como si hubiera muerto en la ficción de un relato y resucitado a los treinta días, se desperezó intensamente marcando los brazos hacia el sol abrasador de agosto en Madrid. Tiene cuarenta y un años habiendo muerto con setenta y seis. Desnudo completamente, pasó desapercibido por llevarse aquella temporada los colores nude. Decidió volver a su pequeño estudio, dónde iba a ir si no, y se apañó con envolverse en un póster del concierto de La Femme arrancado de una marquesina cerca de la Sala Riviera. ¿En qué clase de limbo había estado todo ese tiempo? Recordó que durante esos días de círculo dantesco todo el mundo en la tierra le quería. De vuelta, ya se vería. Sus viejos amigos más cercanos, Aída y César, habían organizado una exposición retrospectiva de sus collages de cafeteras en el estudio solitario en el que había vivido Juan y que se inauguraría aquella misma tarde: cien cafeteras mokas colgadas de las paredes cubriendo un recorrido que salía de la puerta del estudio hasta llegar al ascensor donde había incluso algunas expuestas. Ante eso, los vecinos también fueron invitados, por supuesto, había canapés de huevos de perdiz y Chardonnay fresco. Juan no estaba enterado de aquel evento, por muy poderosa que fuera su situación de reaparecido, y de camino de nuevo por la dimensión de la tierra, un poco fatigado por el jet lag, pidió a un grupo de jóvenes sentados en un banco uno de sus teléfonos móviles para llamar a su amigo César. Era una urgencia. Había resucitado. Pero César nunca respondía a números que no conociese y estaba demasiado ocupado en recibir a los invitados a la vernissage. Desde un plano aéreo se podía observar al pequeño Dando arropado en aquel cartel de concierto, atravesando el Paseo de la Castellana parsimoniosamente. Había pedido un café con hielo para llevar en el Café Gijón. Juan Dando volvió a la vida a trompicones cuando uno de los porteros veinticuatro horas de su edificio le vio aparecer en el hall. Casi lo mata de un infarto. El correo se acumulaba. Tendría que contratar a un asesor financiero experto en retornos de muertes literarias. Se rumoreaba en el edificio de quince plantas que había simulado su muerte sólo para engrandecerse. Pero él se sentía cada vez más minúsculo en un planeta en el que sus microrrelatos desaparecerían. Al seguir el rastro de sus propios collages de cafeteras como miguitas de pan, y acabar entre el meollo de su exposición póstuma sin él y con él, una veintena de personas copa en mano incluyendo a sus dos mejores amigos, boquiabiertos, no podían creer lo que veían: a Juan Dando vivo, rejuvenecido y más creativo que nunca.
Demasiado contorsionismo de oficina.
No soporto estar en la oficina sentado en esta silla rodante donde apoyo mi columna arqueada y tensa viendo como mi corazón sale despedido todas las mañanas por la ventana del vigésimo piso de la Torre Picasso. Menudo cuadro de Pollock voy a pintar, será divertido y todo se llenará de sangre eléctrica. Las caras de algunos de mis compañeros que fuman en la puerta vagueantes y que charlan sobre sus vacaciones en Vietnam y que presumen sobre la calidad de las sedas de sus corbatas, hoy gritan ahora bajo lo líquido de mi corazón volante en forma de patata palpitante, un tubérculo rojo que impacta sobre la cara de Karina, 54 años, recepcionista voluptuosa y arrogante, madre de dos niños, y de Paula y Jorge, insoportables y asfixiantes coordinadores del departamento de cuentas. María, la jefa de compras, se ha manchado el vestido falso de Custo y a pesar de que el verde de sus ojos combina a la perfección con el oscuro coágulo de sangre, el resto de secretarias que corren despavoridas taconean sus volantes de esas faldas de verano estampadas y horripilantes cuando llaman a la policía, y mientras espero sin corazón mi descanso de treinta minutos para comer, pienso que de ésta me despiden. Sin corazón en el pecho, bajo en el ascensor en un silencio renqueante y me dirijo al policía balbuceante: "Demasiado contorsionismo de oficina".
Juan Dando ha muerto. Larga vida a Juan Dando.
Juan Dando ha muerto. Sucedió a las 11:15 de la mañana del miércoles 2 de julio del año 2059, en su cama, en su pequeño cubículo en un catorceavo, lo más cerca del cielo que pudo. Murió sólo pero en paz consigo mismo y con los demás. Tenía 76 años. Una hora antes del último suspiro, su amigo César le había estado llamando por teléfono para proponerle dar un paseo y tomar un té. Pero a Juan, aturdido y concentrado en su desvanecimiento y en una respiración cada vez más lenta y punzante, le pareció imposible balbucear nada. Ya suspirado y mullido completamente, el teléfono sonó de nuevo, y el tono chirriante formó una extraña sinfonía con los papeles del escritorio que volaban por el viento que entraba por la ventana abierta. A causa de una ráfaga un poco más fuerte, la cafetera Bialetti que le servía de modelo para sus collages, cayó de lado y derramó lentamente su contenido marrón al suelo hasta formar un charco. Un gorrión entró en la escena y bebió de ese charco. Juan nunca había estado tan guapo, en calma. Volaron también gracias a esa pequeña brisa huracanada trozos de naipes, del periódico del día anterior y de postales de la ciudad de Lisboa. El teléfono quedó mudo y al segundo César volvió a insistir. Juan había diseñado su última cafetera sobre un mapa de Madrid. Quizás fuese la número mil. De repente, entre el silencio, "algo" encendió la radio que era ya más que una reliquia, y sonó el lamento de Billie Holiday. Los calcetines secos de la colada pendiente empezaron a emparejarse solos, y las piezas del joyero (collares, anillos) estaban siendo distribuidas por el suelo como un caminito de migas de oro. Cuando con la ayuda del portero del edificio César abrió la puerta y llegó al estudio, la temperatura bajó de golpe y sintió un abrazo. Observó como comenzaba a lloviznar en el exterior y un gran arcoiris cruzar el horizonte. César arropó dulcemente a su amigo y quedó revolviendo también dulcemente los cajones donde Juan guardaba sus escritos y dibujos, y mirando de vez en cuando a ese arcoiris que iba diluyéndose gradualmente, ese algo, el otro Juan, tomó el ascensor y no se vio reflejado en el espejo. Tranquilo, bajó a la calle sonriéndole a todos y cada uno con los que se cruzaba, a todos a los que atravesaba sin chocar. Por fin, siendo consciente de su nuevo estado, estado de invisibilidad, tuvo la tentación de lo evidente: ir al centro comercial. Pero lo inservible de la situación fantasmal invitaba a otra cosa. Visitar a los que le quedaba cosas pendientes por decir, quizás bromear con otros dentro de sus sueños y ver amanecer eternamente mientras bailaba en espíritu por los tejados. Juan Dando fue incinerado y sus cenizas esparcidas junto a un castaño de indias en el Parque Atenas de Madrid.