Enterrado vivo cartucho HP304

Después de una intensa jornada de trabajo, para desconectar un rato de los papeles, vi como algo natural encerrarme en uno de los armarios que había en la oficina, ya a esa hora vacía y ese armario, el de la papelería, lleno. Yo era el empleado perfecto. La oscuridad agradaba ante tanta exposición de luces artificiales que se apagaban automáticamente fuera, pantallas de ordenador que desaparecían, teléfonos móviles que se convertían en ratones, y televisiones y cámaras mudas. Un poco de silencio, en mi opinión, me vendría bien ante tanto estrés, y no quise esperar a llegar a casa. Decidí que el armatoste más adecuado, más fresco de temperatura, era ese cubículo personalizado. El yugo de la corbata ya daba calor. No entendí por qué, ya que era de rayas marineras. Codo a codo con las grapas y las grapadoras, cabía de pie, mis metros cuadrados de cuerpo bien encajados. Me sentía un poco justo pero merecería la pena la tranquilidad. No sé si me quedé traspuesto por el olor a agendas nuevas pero sentí como alguien tiraba tierra sobre mí con una pala. Quién iba a tener semejante herramienta en esta oficina tan elegante, enmoquetada, con vistas al Santiago Bernabéu. Me relajó durante un momento que la gravilla chocara contra la puerta de pino canadiense y no contra mí. Pero en seguida, el sonido de los montones de arena se acumulaba. Puede que la enterradora fuera la recepcionista pues era la última que se marchaba. Pude oler desde fuera su perfume. Yo siempre la saludaba. No había terminado el informe. Pero alguien empezó a leerlo en alto. Oía sollozos. Soltaban alabanzas que no aceptaba. Las coronas de flores al menos endulzaban. Escuchaba de fondo como se repetía la palabra infarto pero yo no había terminado de redactar aquel informe, y en ningún momento ese balance de activos y pasivos era mi testamento.

Gorrión

Huevo pardo Gracioso ligero glotón Hay muchos en Japón Te diviertes con los molinos De agua fresca También con las migas de madre masa en la mesa Pájaro de arena Tras la fuente Negligée sobre la arena El parque tu alcance Y yo tu mecenas.

Jaime lll

Sí y No a la vez Es lo que deseo creer Ese equilibrio existe sólo en mi mente Pero la suya tampoco está en la realidad La verdad es la de todos Una amalgama de cruce de deseos Un tercer texto sobre Jaime Espero que sea el último Ayer me dijo que escribió su primer Texto sobre un chico Y yo le recordé que para mí sobre él Era el tercero Ya mi conversación con él me arde Pero a la vez me inspira Quiero que cesen sus frases por una parte Pero por la otra quisiera inventarlas En mi cabeza, sin él De intermediario Un cigarro por cada línea de palabras Es el ritmo que Jaime tiene Lo conocí físicamente: suficiente No necesito más para platonizarle No le sientan bien mis fantasías Porque me enfrento con ellas a sus Locuras transitorias Lo que me molesta es que no las tome En cuenta: no soy una radio Su voz: me enamora. Un guiño de tono Socarrón: me derrito un poco cada vez Que le escucho hablar sobre inteligencia artificial Lo mejor de todo es el silencio entre los dos Conclusión de telépatas Que no me de los buenos días que me enamoro Que no me de las buenas noches al final del día porque le detesto No sé ser su amigo Fingí que puedo serlo Pero al segundo lo odio como a mi peor Enemigo Lo nuestro en mi mente evidente corre ríos de tinta Ahora cansado Hago el esfuerzo placentero De escribir sobre él

Árbol de Navidad

Travestido. Andabas siempre desnudo. La muerte del corte es una fiesta. No sientes nada con la estrella. Las raíces son regalos que serán descambiados. El bosque de la familia no relaja tanto como el de las ardillas. El espumillón pica. El color de las bolas no combinan. Nada puede superar al Pantone de la naturaleza. Las luces no son luciérnagas. Los niños no son exploradores. Morirás de nuevo en enero manteniéndote resucitado artificialmente. ¿Has cumplido tu función, árbol? El gato te observa con tirria. Quiere destrozarte porque te quiere y te envidia. Te hacen trasnochar. Bolas blancas tu salvia. La bilis de las discusiones tu fotosíntesis.

Intento de Luna

Quiero que la Luna sea mi mascota. Hay una correa invisible que me une a ella pero es un fino hilo invisible que en realidad no ata. La verdad es que ella me pasea a mí, incluso me broncea de blanco en la noche. Durante el día duerme en el bolsillo de mi camisa de cachemir, a veces se descuelga como un reloj, a veces la suelto en el parque para que converse con los árboles. Me hace de traductora con los lobos. Es mi faro en el barco de mi cama (es sólo un bote individual) y marca la regla de mi corazón sangrante de celos y bombeante de dudas. Come lo que yo. Se disfraza con mis monóculos. Quiero ser la mascota de la Luna, le pedí una correa de rayos de Sol cegadores de oro. Soy un perro rubio. La verdad es que me suelta libre por los bulevares e impide que me mareé divirtiéndome DANDO vueltas en las puertas giratorias de los hoteles de cinco estrellas. Queremos girar como una pareja. Y exploto el pus de sus cráteres por Amor. Es mi globo rojo de no ficción.

Intento de Sol

No es un cuerno a la Luna. Poliamor cósmico. Cada noche bajo la persiana al máximo, sólo por el ruido, pero cada mañana deseo ardientemente subirla para reencontrarme con Él. Como Julieta, a mi Romeo fogoso, lo admiro a lo lejos, lo beso a través de la matemática, le mando mensajes de amor con ayuda de palomas mensajeras que como Ícaro, se deshacen antes de llegar a disfrutar del todo su objetivo. Lo quiero porque me desnuda, o deseo querer desnudarme. Me echo crema en mi pecho incluso en interiores. Me desdibuja contra el blanco de la pared. No cal del Sur. Una brújula amarilla en mi kit de supervivencia de futuro en Marte. No tengo suficientes brazos de dios hindú para abrazar a aquella pila. El atardecer en el día se lo admito, su huída al descanso ante tanta pasión. Y bajo la luz de otra vela, aparece su carta en la tirada del tarot, y le recuerdo, sabiendo que a la mañana siguiente me tomaré un café con Él.

Fiesta privada

Durante una fiesta privada (medio privada) en un bar (medio en un bar) me sentía el más triste y el más guapo de todos los asistentes. La tensión en mi corazón era tan fuerte, que incluso algunos de mis amigos me parecían mediocres. Aquella noche parecía estar sólo a pesar de haber estudiado al máximo lo que iba a ponerme (camisa verde y pantalón lila). Esa soledad, incrementada por el tequila, me dio cierta seguridad en mi desesperación cool. También era el que mejor bailaba. Me fijé en un chico que miraba intensamente mi nuca (y que parecía odiar a todo el mundo). La noche se desarrollaba sin acordarme de nada. Una memoria de pez electrónica. La cuestión es que había otro chico nadando en aquella pecera. Era el más feo (siguiendo los cánones griegos) y no era el más simpático, (siguiendo los cánones de las películas de Woody Allen). Comencé a besarlo delante de todo el mundo. Una venganza contra mí mismo. Besaba fatal (yo beso muy bien) y es un contraste que nunca funciona. O dos bocas que besan bien, o dos que besan mal. Parecía un pez pescado por un pescador (pero sin saber quién era el pez y quién el pescador). No intuí que ese cuadro fuese un escándalo. Ahora sé que lo hice por llamar la atención del chico antipático. Los comentarios criticándome pesaban en el ambiente como estalactitas. Los oídos pitaban como sirenas. Al día siguiente me sentí con la obligación de agradecer mi existencia (no sé a quién). Estoy seguro que al chico que me odiaba le llegaron telegramas negativos sobre mí durante toda la madrugada. Aparecí al mediodía en el mismo bar (medio bar) en aquella fiesta privada (medio privada). Había estudiado lo que iba a ponerme. El look de la vergüenza ajena (camisa lila y pantalón verde). Aquel chico que pensé que me echó un mal de ojo con sabor a vodka limón, nada más verme, simplemente me agarró de la cara, cansados ambos todavía y mirándome a los ojos me dijo: RECUERDA QUE NO HAY NADIE COMO TÚ.

Jaime (o Antonio)

Jaime es Antonio (o Javier) Tiene sus mismos ojos azules (o verdes) Menos abiertos (como abanicos cerrados) Las pupilas menos dilatadas (como lunas llenas) Mucho menos (muchísimo menos) Me encanta su pelo (también sus patillas) Un total desorden (dentro de su orden) Rizos completamente deshilachados (un jersey humano) Chupa gastada (piel de cordero) Un vintage sólo utilizado por él (y por sus antepasados) No me quiere (da igual) O sí (da igual) Al menos durante cuatro horas (o cuatro días) No me ama, no pasa nada (o todo) Al menos a ese nivel (¿cuál es el baremo?) Al nivel de querer besarme (o besarle yo a él) Sólo necesito un apoyo (o un sofá) Para escribir sobre él (o dibujarle) Para escribir sobre cualquiera (sobre mí) Y que me resulte interesante (o lo contrario) También es Pedro (o Miguel)

Un postre invisible

Me senté en un banco. Era la hora del almuerzo. Tenía tanta hambre que abrí el tupper con tanta fuerza que el sonido del vacío retumbó como un POP gigantesco por todo el bulevar. Agarré el tenedor de plástico como si fuera un tridente. De todo el remolino de spaghetti sólo quedó uno que llegó a mi boca. Lo absorbí como si no hubiera un ayer. Sorbí tanto que acabé absorbiéndome a mí mismo. De repente me vi invisible. Nadie parecía verme. Un señor ejecutivo intentó sentarse sobre mí para degustar su pechuga de pollo Villaroy. Tuve que salir atrapado de su muslo enorme trabajado a base de pechugas, arroz y entrenadores personales. El pantalón era de Zara. Azul. Huí despavorido calle abajo. Me había vestido entero de rojo pero nadie parecía mirarme. Había desaparecido. Me había aspirado a mí mismo y no tenía postre. A lo lejos vi como el ejecutivo se zampó mi tupper de carbonara al ver que no había nadie en el banco. Mientras pensaba en cómo solucionaría el embrollo de ser invisible aproveché la vicisitud para dar una vuelta. Entré en un estanco. Las vendedoras alucinaron al ver volar un cartón de Malrboro Light y unos regalices negros. Ninguno de sus aspavientos me atraparon. Nunca robo. Es pecado y es miserable, a no ser que sea para dar de comer a tus hijos, pero tenía que hacer la prueba. Era una fantasía para muchos. Sin embargo, al instante empecé a agobiarme, soy un poco presumido y el día anterior había ido a la peluquería. Nadie llamaba, ni siquiera telepáticamente. ¡No era nadie! Ni hijo, ni hermano, ni amante. Entré en una heladería, marqué las palmas de la mano en la tarrina de pistacho. En seguida los empleados llamaron a un conocido programa de televisión de misterio. Reparé que mi risa sí se percibía. Una risa helada. Llegó la prensa. Los toppings volaban. El fantasma de la heladería, me bautizaron.

La Muerte y el Ama de Casa

A mi madre la muerte le da la vida. Cuando alguien conocida muere y recibe la noticia, se le ilumina la cara de felicidad: ya tendrá algo de lo que hablar durante mínimo una semana, y lo celebra como si Juana hubiese cumplido años o Renata hubiese marchado de viaje a un lugar exótico. Los vivos no le caen bien, desconfía de ellos, en general no saben ni enhebrar una aguja y le parecen aburridos y poco valientes. Tanto, que mi madre espera relamiéndose con morir de forma natural, descansada, agarrada fuertemente a su monedero, después de comer un delicioso potaje, en su cama de sábanas perfumadas, rodeada de todos nosotros agitando pañuelos blancos almidonados y pidiéndole que nos envíe una postal. Cuando alguien conocida muere, aprovecha para hablar con todas las amigas que le quedan. Se activa su vida social desmesuradamente. Organiza cenas informales en casa, invita a tomar café acompañado de las mejores pastas inglesas y suspira cosas como –Qué pena, qué alegría, –Lo siento mucho, te felicito, –Pobrecita, qué suerte. No respeta nunca el luto en su ropa, al contrario. Dentro de casa luce rulos, bata mullida, pantuflas y amasador pero afuera la muerte para ella son estampados de colores caribeños y margaritas. Y nada de zapatos cómodos: tacones que la alcen alto lo más cerca del cielo. Los recibos de teléfono aumentan desmesuradamente. Sé que mi padre suele pensar: “espero que no muera Vicenta este final de mes” o “puede que sea más barato pagar el tratamiento a Edelmira”. Las esquelas en los periódicos para ella son prensa rosa. A veces pienso que a mi madre le sentaría muy bien una guadaña y una capa negra para ir al supermercado cómoda o regalarle por su cumpleaños un viaje a un balneario en Edimburgo con ruta por sus cementerios incluido. Si mi madre es la encarnación de la muerte sólo espero que me enchufe para viajar en primera clase cuando llegue el momento. Pero lo dudo. Mi madre no me desea la muerte, porque me odia. Quiere que la gente a la que quiere se muera, y a la que detesta, les desea mantenerse en vida emparedados en sus trabajos de oficina. Me odia porque a mí me horripila el fin de la gente y siempre he sido un adolescente muy demandante. En casa de muerte cuchillo de vida. Para mí, desde siempre ha sido algo normal todo este idilio paradójico acerca de lo que supone la muerte, pero yo he salido más a mi padre. Mi padre está enamorado de mi madre, pero sus intereses se centran en hacer revivir coches. Reflexionando sobre ese profundo sentimiento de alegría de mi progenitora ante el fallecimiento de su círculo de amas de casa, se esconde algo que no consigo descifrar. No lo vi venir cuando de pequeño, pude ver cómo sus hobbies consistían en mantener perfectos los arreglos florales y en descubrir fórmulas de limpieza para abrillantar lo máximo posible el mármol. En su luna de miel con mi padre viajaron a Carrara. Año tras año los cadáveres se acumulaban entre las conversaciones familiares, en las cenas navideñas o entre el viento arenoso de las playas en las vacaciones de verano. Mi madre no disfrutaba de unos días de descanso si no había antes una amiga muerta por la que celebrar la vida. Ponía el nombre y las fechas de nacimiento y defunción sobre las ensaladillas rusas cuando ocurría. Todo un detalle. Mi madre cocina de muerte. Los huevos fritos perfectos. Y nunca se quema las manos al sacar las bandejas del horno sin guantes. Y nunca se mancha el delantal. Siempre canturrea dulcemente para despertarnos a mi padre y a mí el Réquiem de Mozart mientras pule el parqué. No tenemos reloj de pared en casa sino relojes de arena y siempre llego tarde al instituto. Mis compañeros de clase bromean conmigo constantemente acerca de si existe el limbo. Mi padre ama a mi madre pero a veces le da miedo ese amor, anda con la mosca detrás de la oreja ante tanta efusividad negra y brillante por la muerte de sus vecinas o compañeras del club de tupper, o por su afición por los cipreses, pero en general mi padre no echa cuentas a sus excentricidades mortuoriamente femeninas. Pero inevitablemente llegó el día en el que mi madre tuvo que enfrentarse a la suya propia. Ese día temprano en la mañana se despertó más pletórica que nunca, lo intuía. Sus ojos centelleaban como bengalas. Hizo tortitas para desayunar. Se maquilló espléndidamente. Nunca había reparado en que mi madre era toda una belleza. Se atavió con un traje chaqueta azul eléctrico y se cruzó el bolso. Parecía una azafata de crucero en la que ella misma era la veraneante. Muy profesional en su marcha. Pareciera que era el día de su jubilación. El cielo de la mañana se nublaba progresivamente y un preámbulo con olor a tierra mojada embriagó la casa como si fuera un trofeo. Era agosto e iba a romper una tormenta de verano. Mi madre quería vivir la muerte, quería vivir un descanso después de tanto trabajo no remunerado. Después de tantas lavadoras, después de tantas camisas planchadas, sería por fin su muerte doméstica. Se dirigió al ventanal principal del salón y abriéndolo de par en par, se apoyó en el balcón dispuesta a disfrutar de los goterones. Mi madre murió con una copa de Chardonnay fresco en la mano, mirando al horizonte, mientras mentalmente buscaba hueco en la orla de fotos del cielo de todas sus amigas y buenas conocidas muertas. Yo creo que a mi madre le hacía ilusión encontrarse con todas ellas, marcharse de ruta eterna juntas, sin tener que trabajar, a mesa puesta, en primera línea de playa aunque fuera en la luna. Siempre había deseado aquel momento porque se quería. Desmayada sobre la silla de mimbre más cercana y con una sonrisa complaciente y descansada, había dejado para mi padre y para mí en la cocina una bandeja de plata llena de croquetas caseras. Mi madre fue una mujer dedicada a su marido, a su hijo; una esposa y madre fiel y una ama de casa ejemplar. Cuidó su familia, cuidó su casa y cuidó la muerte de las demás. Y ese trabajo, no está pagado. ***

Jim Morrison sigue vivo

La borrachera de aquella noche en Montmartre tuvo que ser demasiado fuerte como para acabar como un

náufrago. No le importó verse rodeado de azul, al contrario. Y si el cielo y el mar iban a ser a partir de

ahora sus músicos, firmaría el contrato sobre arena. Jim era el náufrago más sexy de toda la isla si no

fuese porque era el único. Hacía riffs con las ramas de las palmeras, cazaba lagartos para fabricarse

pantalones, y en las noches, fogatas: calientes puertas de la percepción. Deseaba broncear a su padre y

prepararle un daiquiri a su madre, y cuando se desplomaba poseído por algún espíritu autóctono, caía en

lo mullido del musgo y no sobre lo rígido del escenario. Construyó un piano Rhodes con conchas. Y

aunque mirada al horizonte en busca de un motel que fuera cómodo, Jim saltaba sobre las tablas de la

Tierra, y agradecía a su público, los tucanes, esa tumba sofocante en la que se había convertido su hogar

eterno, y que fue el principio del microrrelato de su nueva vida, hermoso amigo, y para nosotros el final

del mismo, sus únicos amigos. Jim sigue vivo y bebe whisky con los ángeles.

Unicornio (Juan Ramón Jiménez)

Desperté antes de lo debido y quise aprovechar para ver el amanecer sobre el horizonte del campo. Los grillos todavía cantaban. En la pequeña parcela donde estaban los caballos había cuatro blancos. Pareció que uno de ellos quería acariciarme y comenzó a acercarse a mí elegantemente mientras jugaba nervioso al tenis intentando trinchar una abeja con lo que parecía ser un cuerno de ¿marfil? Tuve que frotarme varias veces los ojos para focalizar correctamente lo que estaba viendo. Me pellizqué otras tantas veces en el brazo. A cada cabriola era más visible el cuerno. El sol aparecía en escena y la piel del caballo era lunar. No estaba preparado para un momento así vestido con un pijama. Resopló tan cerca de mi cara que nuestros flequillos saltaron graciosos dejándonos a lo Verónica Lake. Pude acariciar su morro y era suave como el terciopelo. Recuerdo que le dije que fuera mi Platero y yo creo que me entendió. Pero noté como no le agradó mi comentario que resonó en el silencio de la dehesa. Por lo visto nunca le gustó cómo Juan Ramón Jiménez había tratado a Zenobia Camprubí. Me retó. Yo no tenía ningún arma punzante para defenderme a duelo, ya dije que estaba en pijama. Fue hacia atrás cogiendo carrerilla para saltar la parcela y hacer a saber qué. Vociferando, le dije que no, que quería que fuera mi Rocinante, o mi Babieca, o mi Pegaso. Yo creo que me entendió. De pronto, calmado, volvió al grupo de los otros tres caballos blancos y yo ya cegado por el sol abrasador del agosto extremeño, me dirigí temblando como un flan a la sala principal de la casa, donde me senté en el sillón más mullido y respirando profundamente, me levanté y me dirigí al rincón de la biblioteca donde extraje de la fila de libros un ejemplar de la Conciencia Sucesiva de lo Hermoso

(para llevármelo a la biblioteca de la casa de la ciudad). 

Me quedé encerrado en un HyM

Soy presumido pero no tanto. El vigilante ni se inmutó. Iba cargado de bolsas para su mujer y mi vanidad no me dejaba salir del probador. Ambos estábamos aprovechando las rebajas. Canturreé hasta el último segundo cada uno de los temas del hilo musical. Luego saltó un disco de ambient y me puse a meditar. Salí abriendo la cortina del probador como si entrara en un mundo oscuro paralelo. El roce de las prendas las unas contra las otras colgadas en las perchas relajaban como ASMR. Prendas fabricadas en Vietnam. Las luces se encendían a mi paso. Quizás por mi delgadez la alarma no me reconociese. Me paseé por los amplios espacios acariciando los abrigos de nueva temporada: terciopelo. Me puse una gorra de borreguito sobre la cabeza y simulé ser un lobo. Los sombreros de alas miraban fijamente a mis sienes. Los calcetines suplicaban ser convertidos en muñecos con ojos de botones. Interpreté varios personajes frente al mayor espejo: Madonna, Marlene Dietrich, aunque mi silencio era más de la Garbo. La ovación a mi actuación y tranquilidad fue la de los pendientes de la sección de Mujer que tintineaban como una lámpara del Tibet. Me probé todas las tallas XXL. Monté una tienda de campaña a base de trajes de chaqueta. Escribí algunos poemas a vuela pluma y los metí en los bolsillos de todos los pantalones cargo que encontré. Eran poemas sobre naturaleza y sobre el paso del tiempo: pastoriles. Mis compañeros los maniquíes no se manifestaban. Fríos en sus colores beige. Durante el resto de la noche no tuve hambre, no tuve sed. Estaba cada vez más rígido. Más Ken. Las extremidades de plástico duro, el sexo compacto y los ojos no movibles. Mi melena cayó al suelo como una peluca. Nadie me reclamó al móvil. Creí que me estaba convirtiendo en árbol, busto clásico romano o florero. No tuve opción: a partir de ahora podréis encontrarme rígido eternamente en la sección de hombre del HyM de la Calle Orense de Madrid.

Monfragüe

Quise que el sol me deslumbrara para broncearme cuando me sorprendieron veinte buitres negros sobrevolando mi sombrero de ala. Volaban sinuosamente. Tuve un instante de miedo porque durante esa última semana me había sentido muerto en vida y por eso cogí mi Jeep Cherokee color champán que me habían traído desde Chicago y salí a intentar resucitar hacia el río y la montaña, un exceso de trabajo había hecho que se me marcaran los pómulos y las clavículas, pesaba sesenta y tres kilos, y aunque desprendía un olor puro y limpio a Terre de Hermès, nunca se sabía. Un urbanita sólo estaba acostumbrado a los gorriones, a las palomas y a los caniches toy. Había dejado los prismáticos en la guantera del coche, había olvidado las gafas de sol en el mostrador de la gasolinera a cien kilómetros, y el carrete de fotos puede que estuviera en el estómago de algún reptil al haber caído al río cuando muy cándido y narciso fui a observar lo que parecían ser nenúfares. Estaba desnudo de aparataje. Desafié de nuevo al sol y a los veinte buitres negros nebulosos mientras barruntaba todo ésto y de repente fue como mirar a los ojos a la muerte. Puede que la mereciera en ese momento. No había reciclado correctamente las sobras del picnic que hice románticamente conmigo mismo, y estar en medio de la montaña a las cuatro de la tarde con un sol de justicia y unas crocs entre las rocas merecían no sé si el fin, pero al menos una foto para la risión. Verlos y oír su silencio cada vez más cerca impresionaba más que en los documentales de National Geographic en dolby surround. En la oficina alguna vez me habían echado en cara mi forma agresiva de venta pero nunca me habían llamado carroña de forma tan directa. Caí al suelo mareado por los nervios y los arbustos pincharon. Mis oídos pitaban como si muchos estuvieran acordándose de mí. Todo fue brillante y negro. Destellos de plumas y sangre. 

Laridae

(Sonaba 4'33'' de John Cage a todo volumen) Era finales de agosto y el calor apretaba, Charlotte, tumbada exhausta sobre el sofá king size, leía con su mano derecha un libro, con la izquierda ojeaba una revista, veía la televisión y escuchaba la radio, cuando de pronto se interrumpió la excesiva tranquilidad con lo que parecía ser el llanto desesperado de un bebé que salía de la chimenea.


En principio, pensó, sobresaltada, que la madrugada no era una franja que fuera extraña para llantos de bebés que no conciliasen el sueño, pero en el momento, fue consciente de que la casa alquilada donde se encontraba no colindaba con ninguna otra. 


Aturdida por aquellos sollozos chirriantes y constantes, casi supersónicos, más que por el exceso de información previa al comienzo del fin, Charlotte se incorporó recordando qué buena compra había sido ese pijama de dos piezas de seda color hueso que llevaba y se dirigió con ese pensamiento a la cocina a beber un sencillo vaso de cristalina agua fresca. La televisión y la radio dejaron de oírse. 


La casa (con un pequeño jardín) que había alquilado ese verano, se encontraba frente a un diminuto puerto del pueblo y se podía ver a través de todas las ventanas. Los barcos quietos como clavados en el mar, el cielo negro: le extrañó no ver ni una sola estrella. 


Como en un cuadro de Hopper, sentada en la pulcra mesa blanca de la cocina con sillas a juego, reflexionaba sobre lo bien que se podía estar sola o lo necesario que era a veces desaparecer para demostrarse a una misma qué importancia tenían los demás para ella. 


Los últimos dos días habían sido pura telepatía. Conversaciones internas de cosas que no había dicho. Soliloquios mientras se duchaba y silbidos mientras cocinaba. Pero los gemidos comenzaron a subir de volumen y a Charlotte le pareció que fuesen lo que fuesen iban dirigidos hacia ella. 


Abrió la nevera y agarró el litro de helado de nata como si fuera una medicina. Clavó la cuchara como si fuera un cuchillo y se la metió en la boca, sintió lo cartilaginoso y lo rasposo de plumas de ave resecas mezcladas con el helado dentro de su garganta, una pasta de hedor dulce y putrefacto.


Horripilada por el hecho de que no fuera un mal sueño, escupió todo lo que pudo en el cubo de basura y se tumbó sobre la fina alfombra de la sala, y las arcadas suplantaron por un momento de descanso la vuelta al silencio.


Charlotte cerró con llave la puerta principal, la secundaria al jardín y encajó lo más que pudo todas las ventanas. Decidió intuitivamente esconderse entre las sábanas impolutas de su cama queen size como medida última de revertir la pesadilla en vuelta a una realidad anterior, pero al atravesar la cortina de piedras semipreciosas que colgaban del quicio de la entrada a su dormitorio, allí estaba, sobre el armario nacarado, un ejemplar de gaviota hembra de gran tamaño, como una esfinge rabiosa, agitando la envergadura de sus alas de dos metros sobre tres tambaleantes huevos, y Charlotte paralizada ante esos chillidos maternos, no supo descifrar si el animal tenía como objetivo atacarla o abrazarla. 

*

Juan Dando ha resucitado. Larga vida a Juan Dando (exposición retrospectiva)

Juan Dando apareció repentinamente entre las ramas de la copa del castaño de indias donde reposaban sus cenizas. El jardinero jefe del Parque Atenas canturreaba aquel mediodía porque le había tocado algo en la lotería y quedó atónito ante aquella presencia del adonis. Frunció los ojos varias veces. No conocía esa especie de pollo. Juan, aturdido, bajó del árbol como pudo y como si hubiera muerto en la ficción de un relato y resucitado a los treinta días, se desperezó intensamente marcando los brazos hacia el sol abrasador de agosto en Madrid. Tiene cuarenta y un años habiendo muerto con setenta y seis. Desnudo completamente, pasó desapercibido por llevarse aquella temporada los colores nude. Decidió volver a su pequeño estudio, dónde iba a ir si no, y se apañó con envolverse en un póster del concierto de La Femme arrancado de una marquesina cerca de la Sala Riviera. ¿En qué clase de limbo había estado todo ese tiempo? Recordó que durante esos días de círculo dantesco todo el mundo en la tierra le quería. De vuelta, ya se vería. Sus viejos amigos más cercanos, Aída y César, habían organizado una exposición retrospectiva de sus collages de cafeteras en el estudio solitario en el que había vivido Juan y que se inauguraría aquella misma tarde: cien cafeteras mokas colgadas de las paredes cubriendo un recorrido que salía de la puerta del estudio hasta llegar al ascensor donde había incluso algunas expuestas. Ante eso, los vecinos también fueron invitados, por supuesto, había canapés de huevos de perdiz y Chardonnay fresco. Juan no estaba enterado de aquel evento, por muy poderosa que fuera su situación de reaparecido, y de camino de nuevo por la dimensión de la tierra, un poco fatigado por el jet lag, pidió a un grupo de jóvenes sentados en un banco uno de sus teléfonos móviles para llamar a su amigo César. Era una urgencia. Había resucitado. Pero César nunca respondía a números que no conociese y estaba demasiado ocupado en recibir a los invitados a la vernissage. Desde un plano aéreo se podía observar al pequeño Dando arropado en aquel cartel de concierto, atravesando el Paseo de la Castellana parsimoniosamente. Había pedido un café con hielo para llevar en el Café Gijón. Juan Dando volvió a la vida a trompicones cuando uno de los porteros veinticuatro horas de su edificio le vio aparecer en el hall. Casi lo mata de un infarto. El correo se acumulaba. Tendría que contratar a un asesor financiero experto en retornos de muertes literarias. Se rumoreaba en el edificio de quince plantas que había simulado su muerte sólo para engrandecerse. Pero él se sentía cada vez más minúsculo en un planeta en el que sus microrrelatos desaparecerían. Al seguir el rastro de sus propios collages de cafeteras como miguitas de pan, y acabar entre el meollo de su exposición póstuma sin él y con él, una veintena de personas copa en mano incluyendo a sus dos mejores amigos, boquiabiertos, no podían creer lo que veían: a Juan Dando vivo, rejuvenecido y más creativo que nunca. 

Demasiado contorsionismo de oficina.

No soporto estar en la oficina sentado en esta silla rodante donde apoyo mi columna arqueada y tensa viendo como mi corazón sale despedido todas las mañanas por la ventana del vigésimo piso de la Torre Picasso. Menudo cuadro de Pollock voy a pintar, será divertido y todo se llenará de sangre eléctrica. Las caras de algunos de mis compañeros que fuman en la puerta vagueantes y que charlan sobre sus vacaciones en Vietnam y que presumen sobre la calidad de las sedas de sus corbatas, hoy gritan ahora bajo lo líquido de mi corazón volante en forma de patata palpitante, un tubérculo rojo que impacta sobre la cara de Karina, 54 años, recepcionista voluptuosa y arrogante, madre de dos niños, y de Paula y Jorge, insoportables y asfixiantes coordinadores del departamento de cuentas. María, la jefa de compras, se ha manchado el vestido falso de Custo y a pesar de que el verde de sus ojos combina a la perfección con el oscuro coágulo de sangre, el resto de secretarias que corren despavoridas taconean sus volantes de esas faldas de verano estampadas y horripilantes cuando llaman a la policía, y mientras espero sin corazón mi descanso de treinta minutos para comer, pienso que de ésta me despiden. Sin corazón en el pecho, bajo en el ascensor en un silencio renqueante y me dirijo al policía balbuceante: "Demasiado contorsionismo de oficina".


Juan Dando ha muerto. Larga vida a Juan Dando.

Juan Dando ha muerto. Sucedió a las 11:15 de la mañana del miércoles 2 de julio del año 2059, en su cama, en su pequeño cubículo en un catorceavo, lo más cerca del cielo que pudo. Murió sólo pero en paz consigo mismo y con los demás. Tenía 76 años. Una hora antes del último suspiro, su amigo César le había estado llamando por teléfono para proponerle dar un paseo y tomar un té. Pero a Juan, aturdido y concentrado en su desvanecimiento y en una respiración cada vez más lenta y punzante, le pareció imposible balbucear nada. Ya suspirado y mullido completamente, el teléfono sonó de nuevo, y el tono chirriante formó una extraña sinfonía con los papeles del escritorio que volaban por el viento que entraba por la ventana abierta. A causa de una ráfaga un poco más fuerte, la cafetera Bialetti que le servía de modelo para sus collages, cayó de lado y derramó lentamente su contenido marrón al suelo hasta formar un charco. Un gorrión entró en la escena y bebió de ese charco. Juan nunca había estado tan guapo, en calma. Volaron también gracias a esa pequeña brisa huracanada trozos de naipes, del periódico del día anterior y de postales de la ciudad de Lisboa. El teléfono quedó mudo y al segundo César volvió a insistir. Juan había diseñado su última cafetera sobre un mapa de Madrid. Quizás fuese la número mil. De repente, entre el silencio, "algo" encendió la radio que era ya más que una reliquia, y sonó el lamento de Billie Holiday. Los calcetines secos de la colada pendiente empezaron a emparejarse solos, y las piezas del joyero (collares, anillos) estaban siendo distribuidas por el suelo como un caminito de migas de oro. Cuando con la ayuda del portero del edificio César abrió la puerta y llegó al estudio, la temperatura bajó de golpe y sintió un abrazo. Observó como comenzaba a lloviznar en el exterior y un gran arcoiris cruzar el horizonte. César arropó dulcemente a su amigo y quedó revolviendo también dulcemente los cajones donde Juan guardaba sus escritos y dibujos, y mirando de vez en cuando a ese arcoiris que iba diluyéndose gradualmente, ese algo, el otro Juan, tomó el ascensor y no se vio reflejado en el espejo. Tranquilo, bajó a la calle sonriéndole a todos y cada uno con los que se cruzaba, a todos a los que atravesaba sin chocar. Por fin, siendo consciente de su nuevo estado, estado de invisibilidad, tuvo la tentación de lo evidente: ir al centro comercial. Pero lo inservible de la situación fantasmal invitaba a otra cosa. Visitar a los que le quedaba cosas pendientes por decir, quizás bromear con otros dentro de sus sueños y ver amanecer eternamente mientras bailaba en espíritu por los tejados. Juan Dando fue incinerado y sus cenizas esparcidas junto a un castaño de indias en el Parque Atenas de Madrid.

Salí de casa con el objetivo de que un policía me detuviese

Salí de casa con el objetivo de que un policía me detuviese. Estaba cansado de ser un chico bueno. Ya el día anterior había perseguido a un señor mayor para obligarle a cruzar conmigo un paso de cebra y también había llamado a todos mis amigos para pedirles perdón por nada en concreto. Decidido, me puse mis mejores galas y bajé las escaleras pensando que quizás la elegancia iba en mi contra. No estaba dispuesto a cometer ningún delito, no forma parte de mi naturaleza. Simplemente quería que me detuvieran por ser yo mismo ¿Por qué era algo tan difícil? Anduve por una calle de lo más transitada. Vi un coche de policía y mis pupilas se dilataron. Intentaba abrirse camino con la sirena al máximo y permanecí haciendo aspavientos con las manos. El coche vino directo hacia mí, bajó la ventanilla y uno de los policías con cara de malas pulgas me dijo: - Caballero, ¿tiene usted algún problema? Mi corazón comenzó a latir por encima de sus posibilidades, no podía desaprovechar aquella oportunidad. Le contesté: - Quiero que me detenga- esa es la verdad y siempre hay que ir con ella por delante, eso me enseñaron. - ¿Por qué tendríamos que detenerle? - Tiene que hacerme ese favor. El policía bajó la ventanilla farfullando algo como que tenían prisa, que tenían que ayudar a un viejecita a bajar a su gato de un árbol. Me vine abajo. Continué por la avenida con la mirada en el suelo y las manos metidas en los bolsillos. Se me venían voces a la cabeza, "tienes cara de bueno, tienes cara de bueno". Busqué en Google la tienda de disfraces más cercana. Entré entre sudores fríos. Di un rodeo hasta encontrar la sección de caretas, de máscaras. Dudé entre la de Satanás, la de Donald Trump y la de Kim Kardashian. Compré una de ellas, pero al salir sólo me quedé con las gomas y me las colgué de las orejas, porque hay que intentar siempre ser uno mismo. Mientras tanto, le di mis deportivas nuevas a un chico que las miraba con admiración y quedé descalzo. También mi cazadora Levi's Strauss a otro que consideré que tenía frío. Fui quedándome casi desnudo repartiendo todo mi outfit a quien creía que lo necesitaba. Quizás así me arrestarían. Era un mártir de la moda. Pero eso era Madrid, nadie llamaba la atención por mucho que vistiera o no vistiera de forma excéntrica. Estaba comenzando a desesperarme. La gente en lugar de reprocharme que iba casi desnudo me piropeaba y me gritaba qué muy bien, que menos es más, que sería un buen fakir si me atrevía a andar sobre una de las plazas cercanas después de un botellón, pero en esa situación nadie me arrestaba. Llamé a mi editor desde una cabina. Dentro de ella era una especie de Superman a medio hacer. Me dijo que era algo estúpido forzar la inspiración y que me conformara con escribir relatos eróticos sobre vampiros. No estuve de acuerdo. Volví a casa desamparado y sin antecedentes. Enfadado conmigo mismo y con la autoficción, abrí la Moleskine y entre sus páginas en blanco roto comencé a escribir con el Pilot: Salí de casa con el objetivo de que un policía me detuviese...

Don Don

Esta es la historia de un Don Nadie. Como no era nadie podía ser cualquiera. Incluido un Don Don. No era mucho incluso en su propia casa. Su hámster tenía mil veces más personalidad. Pero cuando deseaba ser alguien, aunque fuese sólo por diversión y no por hinchar su ego, escogía cualquier objeto de la casa que pudiera servirle como atuendo y se transformaba automáticamente. Podría ser un foulard que le convirtiera en un bohemio (a juego con sus botas viejas y embarradas) o una corona para ser un rey, o una lanza para ser un samurái. -Soy alguien- se decía mientras salía de casa. Soy nadie siendo alguien. El día que salió con la lanza la gente le observaba por la calle con miedo y estupor. -Soy alguien- se decía. La policía sólo tardo diez minutos en detenerle. -Soy alguien- me detienen. -Soy alguien- me meten en un calabozo. - Soy un samurái pero estoy sólo encerrado aquí- pensaba. Nadie ve que soy alguien. Supo por qué le dejaron salir, no era por ese lamentable lamento sino porque la lanza era de plástico duro. La ficha policial se rellenó casi en blanco. Firmó con una X. Le ofrecieron hacer una llamada pero rehusó la propuesta ya que su hámster no lo cogería. Otro día, encasquetó a presión la corona, de plástico, y salió al mercado. -Soy un rey, Don Rey, y busco un bufón que me entretenga- gritaba. Gritaba más que los vendedores, exhaustos por hacer notar sus ofertas. -Tome unas zanahorias en lugar de un bufón- dijo un tendero. -Perfecto, seré un conejo, Don conejo. -Soy Don Conejo y busco un mago. Así fue mutando durante todo el camino que recorría el mercado. Fue Don Vaca, Don Herrero, Don Carpintero, Doña Reina de Saba. Incomodaba a todo el mundo. La gente creía que era alguien, que era un actor, un cómico que quería darse a conocer. Hasta que fue Don Cowboy con una pistola de verdad. Lo volvieron a arrestar. -No quiero ser de nuevo Don Preso- decía mientras forcejeaba. En el calabozo vio cómo una rata saltaba desde un agujero de la pared. Sonrió al pensar que era su hámster siendo alguien, Don Rata.