Monfragüe

Quise que el sol me deslumbrara para broncearme cuando me sorprendieron veinte buitres negros sobrevolando mi sombrero de ala. Volaban sinuosamente. Tuve un instante de miedo porque durante esa última semana me había sentido muerto en vida y por eso cogí mi Jeep Cherokee color champán que me habían traído desde Chicago y salí a intentar resucitar hacia el río y la montaña, un exceso de trabajo había hecho que se me marcaran los pómulos y las clavículas, pesaba sesenta y tres kilos, y aunque desprendía un olor puro y limpio a Terre de Hermès, nunca se sabía. Un urbanita sólo estaba acostumbrado a los gorriones, a las palomas y a los caniches toy. Había dejado los prismáticos en la guantera del coche, había olvidado las gafas de sol en el mostrador de la gasolinera a cien kilómetros, y el carrete de fotos puede que estuviera en el estómago de algún reptil al haber caído al río cuando muy cándido y narciso fui a observar lo que parecían ser nenúfares. Estaba desnudo de aparataje. Desafié de nuevo al sol y a los veinte buitres negros nebulosos mientras barruntaba todo ésto y de repente fue como mirar a los ojos a la muerte. Puede que la mereciera en ese momento. No había reciclado correctamente las sobras del picnic que hice románticamente conmigo mismo, y estar en medio de la montaña a las cuatro de la tarde con un sol de justicia y unas crocs entre las rocas merecían no sé si el fin, pero al menos una foto para la risión. Verlos y oír su silencio cada vez más cerca impresionaba más que en los documentales de National Geographic en dolby surround. En la oficina alguna vez me habían echado en cara mi forma agresiva de venta pero nunca me habían llamado carroña de forma tan directa. Caí al suelo mareado por los nervios y los arbustos pincharon. Mis oídos pitaban como si muchos estuvieran acordándose de mí. Todo fue brillante y negro. Destellos de plumas y sangre. 

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