"Soy del Madrid pero nunca quiero que gane" (para poder dormir).

Vivo cerca del Bernabéu, como Gloria Fuertes. Escribo cuando el perro del vecino ladra, los chicos gritan a la salida de la discoteca, el pastor declama misa al aire libre en la mañana y los hinchas del Madrid celebran en la madrugada. No me dejan dormir y soñar. Uso la incomodidad insomne para crear algún texto que sirva contra la pereza de cuando tengo que escuchar a la musa y no lo hago. Durante la tarde el pequeño perro de caza, solo, en el apartamento, se lamenta durante cuatro horas. Busco en Google cuánto tiempo puede un perro ladrar de desesperación y atención. A las tres de la mañana los chicos y chicas entran en la discoteca con la esperanza de ligar fuera de las redes sociales. A las seis de la mañana salen de la discoteca con cánticos tristes de que no. Al despertar, aprovechando la calma del trafico de domingo por la mañana, el cura que supongo que quiere tomar el sol, da una misa con un micrófono que reverbera por toda la calle de doscientos números. No hay ninguna franja horaria en silencio en el centro de la ciudad. A veces pienso en mudarme a Ávila, pero pronto se me pasa. No puedo pretender estar en un lugar físico y espiritualmente en otro. Quisiera vivir en un invernadero. Ser un guisante. Convivir con otros guisantes en silencio. A veces deduzco que la solución para dormir tranquilo pasa por unirme a cada uno de los grupos. Entrar en la discoteca de adolescentes, proponer al vecino pasear a su perro a las doce, acoplarme a la misa al aire libre como monaguillo vecino o hacerme socio del Madrid. Pero como diría Groucho, no sé si me admitirían. Por eso, escribo palabras: como ladridos, como berridos adolescentes, como salmos, como hala Madrid.

París

***Laurent*** Nada más aterrizar en el Campo de Marte me crucé con aquella estilista de moda tan excéntrica que llevaba siempre gafas de sol y mantilla. Lo tomé como un presagio. Yo sólo pensaba en Laurent, el dependiente del corner de al lado, que siempre me ayudaba con los cambios. Di vueltas alrededor de la Torre Eiffel como un tigre enjaulado hasta que me solté para acercarme a una brasserie y beber una cerveza, belga, y continuar pensando en Laurent, que siempre me ayudada a cuadrar la caja. Me teletransporté hasta la Rue du Bac, donde vivió y murió el escritor Romain Gary. Como un gatito ante la visión de un pájaro me quedé embobado mirando la placa. No recuerdo durante cuánto tiempo. Pero se hizo de noche. Y regresé a tomar el metro por el Boulevard Raspail con la tranquilidad de un gánster. *** Candado gris*** Paseaba cerca del puente del Alma, mi vista favorita hacia la Torre Eiffel. Por supuesto que pensé en Diana de Gales. Me había quedado sin cigarrillos y entré en uno de esos cafés restaurantes de lujo de aquel arrondisement y pedí cambio. Tenían máquina. El camarero me pareció demasiado simpático. Quizás mi francés estaba mejorando. Fumé mis pensamientos al borde del Sena, ¿cómo podía desperdiciar de aquella manera el paseo? El gris del suelo era el mismo en todas las ciudades del mundo, pero ¡aquel gris del cielo! Me teletransporté hasta el Puente de las Artes. Me acerqué a la parte de los candados que cuelgan los enamorados. Era aberrante todo aquel peso. Yo no tenía candado. Justo la tarde anterior había dejado uno dentro de una macetita que reposaba sobre la tumba de Jean Seberg en el cementerio de Montparnasse.
Pitillera 🚬 No es una lata de sardinas Es mucho peor Pensamientos liados Besos de alquitrán No es una caja de cerillas No es un tesoro Es mucho peor Son joyas de humo Es mucho peor No son pájaros en la ventana No son billetes Es mucho peor Son balines contra Uno mismo

El Corte Inglés es el paraíso.

Me habían dado a entender que el paraíso al que iría después de morir sería algo así como la pantalla de inicio de Windows XP, pero mucho más florido, con mis seres queridos en forma de ángeles y con una fauna animal de lo más exótica. También que habría lagos de agua cristalina y nunca sería de noche. Pero la sorpresa que me llevé fue que al morir y atravesar el túnel, la muerte me llevó a la entrada de un Corte Inglés. Las frutas y verduras, de pago; los taparrabos de Ralph Lauren; las aureolas para la cabeza, de Suárez. Buscaba desesperado ante tanta luz artificial a algún familiar y pude divisar a lo lejos a mi abuelo Félix de vendedor en uno de los mostradores de la sección de bellas artes. Mientras, en la vida, mis amigos y hermanos celebraban mi funeral con flores naturales y luego brindaron con cerveza a mi salud, y yo, entretanto, atrapado en la planta 0, atestada de gente que no pisaba el suelo, levitaban con las bolsas llenas de artículos de jardinería, de baño, de cosmética. ¿Para qué tanta crema antiedad? ¡Estamos muertos! En seguida, por supuesto, no encontraba las escaleras eléctricas para subir a la última planta, a la azotea, donde suele haber siempre un cafetería con buenas vistas. ¿Vistas hacia dónde? A cada planta que llegaba era como uno de los círculos de Dante, pero los personajes iban de azul marino, y a veces sonreían y otras no, y paré en la sección de dormitorio porque pensé que quizás si echase una siesta en uno de los colchones (que eran nubes) al despertar volvería a estar vivo, y tranquilo, en mi mecedora, leyendo catálogos de países exóticos que nunca visitaría. Y con este pensamiento, se me ocurrió ir a la sección de Viajes para saber si podría salir de aquel Corte Inglés en el que parecía que estaba condenado a pasar toda la eternidad. La chica que me esperaba en la planta número 4 me recordaba a una compañera del colegio, no me reconoció y tampoco yo sabía que se le había caído un piano de cola sobre la cabeza durante una mudanza. Le comenté amablemente que necesitaba un cambió inmediato, que si podía darme un paquete de pensión completa en la vida. Me miró con extrañeza divertida y me dijo con efusividad: ¿Cómo vas a querer volver a estar vivo con todas las ofertas tan suculentas que puedes encontrar aquí? No es necesario salir del Corte Inglés para viajar. Esta semana estamos en la semana especial de la India. En ese momento supe cuál era mi condena. Vagar entre planta y planta para siempre. Hacer la compra en la sección gourmet y enviando cartas en la pequeña oficina de correos que nunca llegarían a sus destinatarios. Os espero a todos allí, y si podéis programarlo con antelación, hacedme el favor de traerme ropa interior y calcetines del Primark.

Sólo veo perros negros

Sólo veo perros negros Salí a dar un paseo hasta las Torres Kio. Una vuelta al ruedo por el barrio de rascacielos, y sólo veía a dueños paseando a sus perros negros. Quizás los perros negros paseaban a sus dueños. Quizás los dueños eran negros. Quizás me paseaban a mí. Ese triángulo de acompañamiento cada vez que los veía paseaban mis sueños. Sólo quería acariciarles (a los tres, a los cuatro, a los cinco). Quizás yo era mi propio perro negro. Quizás yo era mi propio dueño. Quizás yo era mi propio negro, literario. En ese paseo nocturno, en aquella noche negra de enero, sólo veía perros negros. No eché de menos ver perros blancos. Me puse tan nervioso que estuve tentado de mear en la plaza de Juan Gris, para marcar territorio. ¿Pero éramos esbirros de quién? Dios es negro. Dios es un perro. Dios es un perro negro. Los copos de agua-nieve incomodaban.

Hollywood

Cuando aquella tarde quedé con Pedro, lo primero que me dijo, gritando casi a distancia, después de susurrar "hola" fue: quiero ser actor de Hollywood. Mis cejas hablaron por sí mismas: no sólo deseaba ser actor, sino "de Hollywood". Ahí me di cuenta de que Pedro sufría un leve delirio de grandeza o simplemente una ilusión desmedida que no debería juzgar. -Yo siempre te apoyaré en todo. Para mí Pedro era guapo. Me recordaba a Marlon Brando en un Tranvía. -Es algo muy difícil, pero si crees fuertemente en ello, el proceso será de por sí un triunfo. Sentía que deseaba ser famoso, daba igual la disciplina, al mismo nivel que podría serlo, por ejemplo, un psycokiller. Al ser de mi edad y musculoso, le comenté que daría el perfil para secundario en películas de acción. -¿Cómo que secundario?, ¿Qué eres director de casting? -Sólo quería ser amable. Nos dirigimos a la casa de sus padres (vacía de muebles, sólo un sofá desvencijado, unas matrioskas sobre el televisor y una alfombra turca inmensa). -Siéntate. Lo hice sobre la alfombra. Trajo dos cervezas y dos cojines y nos tumbamos como dos Aladines. Empuñó el mando a distancia como un puñal. - Quiero ver Zombieland. Es una comedia sobre zombies. -Pedro, no te veo como zombie, eres demasiado atractivo. -¿Qué eres, también maquillador?. -No. Si te dieran el Oscar, a quién se lo dedicarías? -Juan, te lo dedicaría a ti.
Recuerdo perfectamente cuando tenía buena memoria. Siempre ganaba al Trivial Pursuit. Me convertí en la agenda personal de mi padre. Conseguía recitar de un tirón todos los poemas de las antologías de varios poetas, incluido Ezra Pound. Evocaba con el ritmo de una catarata la lista de las mil y una películas que había que ver antes de morir de Taschen. No necesitaba tirarle la antigua guía telefónica a nadie a causa de una pelea, se la declamaba. Recuerdo perfectamente que a veces utilizaba mi memoria para ligar. No era tanto el interés hacia la otra persona sino la demostración de una retención que resultaba sexy. Si alguien mentía, le hacía una fotografía visual del argumento que lo contradecía. La gente se divertía, yo siempre tenía en la cabeza un repertorio de sinónimos y antónimos. Y de insultos. A cambio de material de pintura, mis conocidos me retaban a estudiar tochos de las materias más aburridas. Incluida por qué las pulgas de los perros saltan más que las de los gatos. Lo que no recuerdo es como dejé de tener buena memoria.

Cicatriz

Yo era un chico bueno en principio, un chico bueno por fuera al menos. Al contrario, Antonio era un chico malo por fuera, pero sus ojos grandes y azules como estrellas a punto de morir y sus pestañas a veces como mariposas, a veces como murciélagos, delataban su interior. Los dos éramos intensos a nuestra manera. Yo insistía en ayudarle sin tener recursos y él no se dejaba ayudar teniéndolos todos. Sin embargo, dos cosas nos unían: éramos guapos y estábamos solos. Antonio era huérfano y nunca habló de sus padres; yo venía de una familia numerosa y por mucho que las noticias de sobrinos que nacieran yo sentía volver al útero materno. Yo le dejaba caer vestirnos elegantemente e ir a cenar a algún restaurante caro, y él dejaba caer disfrazarnos elegantemente y robar un banco. En los bares yo siempre bailaba mirando el techo y él siempre quieto rígido abanicando el ambiente de humo con el aleteo de sus pestañas. Ninguno de los dos entendíamos el porqué de nuestra amistad. La respuesta espero encontrarla en este relato, aunque a priori simplemente fue el azar, y aquel verano. Yo le recomendaba los libros de Bret Easton Ellis, y él ninguno, quizás algún programa de televisión argentino sobre bromas a ciudadanos comunes. Yo era gay y él, hetero. Aunque una vez nos duchamos juntos, como carcelarios, para ahorrar agua y divertirnos. Me gustaba mucho su cuerpo. Ambos éramos delgados, pero no débiles, espigados. Aunque él tenía pelo en el pecho, que me hubiera gustado tejer. Solía visitarle aquel verano, sobre las cuatro, en plena ola de calor, y en silencio en la sombra de su salón, tumbados cada uno en un sofá, respirábamos. Puede que también nos odiáramos un poco, pero nos habían dejado nuestras respectivas parejas: Mateo y Ángela. Hablábamos de ellos, como terapia, y por hablar de algo. Al menos estábamos acompañados. Espero que a día de hoy, esté bien y feliz, y vivo. Yo estoy lo último. Había noches que se alargaban y dormía en su casa. Cada uno en un cuarto, y yo en el que me correspondía, echándole de menos en la otra punta. Yo le regalaba mucha ropa, casi nada le gustaba. Un día fuimos a la feria, las luces reflectaban en nuestras caras pálidas de interior. Montamos en el barco vikingo. Los dos metidos en la jaula. Un barco zarandeándose de izquierda a derecha, como monitos en el zoo de nuestra ciudad. Porque ante todo, aquel verano, éramos animales, salvajes y bellos. Ninguno ganó para el otro un peluche en la tómbola, ni nos invitamos a sangría. Éramos independientes en la celebración, éramos nuestros débiles guardaespaldas. Quizás lo único que nos unía era tener la misma talla. Una mañana, al abrir la puerta, apareció su rostro con la mejilla rajada de sangre. Había tenido una pelea la noche anterior y un loco le había reventado un vaso en la cara. Me molestó que no me hubiera llamado en la madrugada. Demostraba que yo no era tan importante. Hice de enfermero durante un mes. Él solo tenía contacto con el médico, el farmaceútico y conmigo. Le leía las críticas de la revista Fotogramas para calmarle. Tuve que morderme la lengua para no decirle que la herida le daba cierto atractivo. Mis pómulos se sonrosaban ante tanta superficialidad. Sentíamos el tiempo a cada paso, como si fuéramos las manillas de un reloj. En posición fetal pasaba las tardes, y yo como Mary Shelley, adoraba a mi monstruo. Aquella cicatriz futura fue el principio del fin de lo nuestro. Él se sentía menos guapo y más acompañado por sus gasas y por sus médicos. Cada vez nos unían menos cosas. Yo no era una mujer. Y él tampoco, para ser mi amiga. Encontré trabajo en la ciudad y a los tres meses decidí emigrar a Francia. No recuerdo la última vez que nos vimos. Todos los días de aquel verano fueron iguales. Él fantaseaba con ir a intentar rehacer su vida en Barcelona. Espero que esté allí, y que aquella cicatriz, inevitablemente, no le recuerde a mí, o si es así, que le recuerde a nuestros días juntos, tranquilos, en paz, en la sombra del interior de su piso.