Demasiado contorsionismo de oficina.

No soporto estar en la oficina sentado en esta silla rodante donde apoyo mi columna arqueada y tensa viendo como mi corazón sale despedido todas las mañanas por la ventana del vigésimo piso de la Torre Picasso. Menudo cuadro de Pollock voy a pintar, será divertido y todo se llenará de sangre eléctrica. Las caras de algunos de mis compañeros que fuman en la puerta vagueantes y que charlan sobre sus vacaciones en Vietnam y que presumen sobre la calidad de las sedas de sus corbatas, hoy gritan ahora bajo lo líquido de mi corazón volante en forma de patata palpitante, un tubérculo rojo que impacta sobre la cara de Karina, 54 años, recepcionista voluptuosa y arrogante, madre de dos niños, y de Paula y Jorge, insoportables y asfixiantes coordinadores del departamento de cuentas. María, la jefa de compras, se ha manchado el vestido falso de Custo y a pesar de que el verde de sus ojos combina a la perfección con el oscuro coágulo de sangre, el resto de secretarias que corren despavoridas taconean sus volantes de esas faldas de verano estampadas y horripilantes cuando llaman a la policía, y mientras espero sin corazón mi descanso de treinta minutos para comer, pienso que de ésta me despiden. Sin corazón en el pecho, bajo en el ascensor en un silencio renqueante y me dirijo al policía balbuceante: "Demasiado contorsionismo de oficina".


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