La Muerte y el Ama de Casa

A mi madre la muerte le da la vida. Cuando alguien conocida muere y recibe la noticia, se le ilumina la cara de felicidad: ya tendrá algo de lo que hablar durante mínimo una semana, y lo celebra como si Juana hubiese cumplido años o Renata hubiese marchado de viaje a un lugar exótico. Los vivos no le caen bien, desconfía de ellos, en general no saben ni enhebrar una aguja y le parecen aburridos y poco valientes. Tanto, que mi madre espera relamiéndose con morir de forma natural, descansada, agarrada fuertemente a su monedero, después de comer un delicioso potaje, en su cama de sábanas perfumadas, rodeada de todos nosotros agitando pañuelos blancos almidonados y pidiéndole que nos envíe una postal. Cuando alguien conocida muere, aprovecha para hablar con todas las amigas que le quedan. Se activa su vida social desmesuradamente. Organiza cenas informales en casa, invita a tomar café acompañado de las mejores pastas inglesas y suspira cosas como –Qué pena, qué alegría, –Lo siento mucho, te felicito, –Pobrecita, qué suerte. No respeta nunca el luto en su ropa, al contrario. Dentro de casa luce rulos, bata mullida, pantuflas y amasador pero afuera la muerte para ella son estampados de colores caribeños y margaritas. Y nada de zapatos cómodos: tacones que la alcen alto lo más cerca del cielo. Los recibos de teléfono aumentan desmesuradamente. Sé que mi padre suele pensar: “espero que no muera Vicenta este final de mes” o “puede que sea más barato pagar el tratamiento a Edelmira”. Las esquelas en los periódicos para ella son prensa rosa. A veces pienso que a mi madre le sentaría muy bien una guadaña y una capa negra para ir al supermercado cómoda o regalarle por su cumpleaños un viaje a un balneario en Edimburgo con ruta por sus cementerios incluido. Si mi madre es la encarnación de la muerte sólo espero que me enchufe para viajar en primera clase cuando llegue el momento. Pero lo dudo. Mi madre no me desea la muerte, porque me odia. Quiere que la gente a la que quiere se muera, y a la que detesta, les desea mantenerse en vida emparedados en sus trabajos de oficina. Me odia porque a mí me horripila el fin de la gente y siempre he sido un adolescente muy demandante. En casa de muerte cuchillo de vida. Para mí, desde siempre ha sido algo normal todo este idilio paradójico acerca de lo que supone la muerte, pero yo he salido más a mi padre. Mi padre está enamorado de mi madre, pero sus intereses se centran en hacer revivir coches. Reflexionando sobre ese profundo sentimiento de alegría de mi progenitora ante el fallecimiento de su círculo de amas de casa, se esconde algo que no consigo descifrar. No lo vi venir cuando de pequeño, pude ver cómo sus hobbies consistían en mantener perfectos los arreglos florales y en descubrir fórmulas de limpieza para abrillantar lo máximo posible el mármol. En su luna de miel con mi padre viajaron a Carrara. Año tras año los cadáveres se acumulaban entre las conversaciones familiares, en las cenas navideñas o entre el viento arenoso de las playas en las vacaciones de verano. Mi madre no disfrutaba de unos días de descanso si no había antes una amiga muerta por la que celebrar la vida. Ponía el nombre y las fechas de nacimiento y defunción sobre las ensaladillas rusas cuando ocurría. Todo un detalle. Mi madre cocina de muerte. Los huevos fritos perfectos. Y nunca se quema las manos al sacar las bandejas del horno sin guantes. Y nunca se mancha el delantal. Siempre canturrea dulcemente para despertarnos a mi padre y a mí el Réquiem de Mozart mientras pule el parqué. No tenemos reloj de pared en casa sino relojes de arena y siempre llego tarde al instituto. Mis compañeros de clase bromean conmigo constantemente acerca de si existe el limbo. Mi padre ama a mi madre pero a veces le da miedo ese amor, anda con la mosca detrás de la oreja ante tanta efusividad negra y brillante por la muerte de sus vecinas o compañeras del club de tupper, o por su afición por los cipreses, pero en general mi padre no echa cuentas a sus excentricidades mortuoriamente femeninas. Pero inevitablemente llegó el día en el que mi madre tuvo que enfrentarse a la suya propia. Ese día temprano en la mañana se despertó más pletórica que nunca, lo intuía. Sus ojos centelleaban como bengalas. Hizo tortitas para desayunar. Se maquilló espléndidamente. Nunca había reparado en que mi madre era toda una belleza. Se atavió con un traje chaqueta azul eléctrico y se cruzó el bolso. Parecía una azafata de crucero en la que ella misma era la veraneante. Muy profesional en su marcha. Pareciera que era el día de su jubilación. El cielo de la mañana se nublaba progresivamente y un preámbulo con olor a tierra mojada embriagó la casa como si fuera un trofeo. Era agosto e iba a romper una tormenta de verano. Mi madre quería vivir la muerte, quería vivir un descanso después de tanto trabajo no remunerado. Después de tantas lavadoras, después de tantas camisas planchadas, sería por fin su muerte doméstica. Se dirigió al ventanal principal del salón y abriéndolo de par en par, se apoyó en el balcón dispuesta a disfrutar de los goterones. Mi madre murió con una copa de Chardonnay fresco en la mano, mirando al horizonte, mientras mentalmente buscaba hueco en la orla de fotos del cielo de todas sus amigas y buenas conocidas muertas. Yo creo que a mi madre le hacía ilusión encontrarse con todas ellas, marcharse de ruta eterna juntas, sin tener que trabajar, a mesa puesta, en primera línea de playa aunque fuera en la luna. Siempre había deseado aquel momento porque se quería. Desmayada sobre la silla de mimbre más cercana y con una sonrisa complaciente y descansada, había dejado para mi padre y para mí en la cocina una bandeja de plata llena de croquetas caseras. Mi madre fue una mujer dedicada a su marido, a su hijo; una esposa y madre fiel y una ama de casa ejemplar. Cuidó su familia, cuidó su casa y cuidó la muerte de las demás. Y ese trabajo, no está pagado. ***