Mientras me echaba una siesta a la luz de dos velones púrpuras, Amanda me llamó por teléfono para proponerme ir al cine. - No sueles hablar mucho y eso me atrae. Pasa a recogerme por mi casa sobre las seis. Estoy segura de que la película te gustará, a nadie le gusta... Colgé. Tuve que chupar la sangre de una de las ratas que mantenía en una jaula por los nervios. Eran las cinco. No sabía que ponerme. Salí del armario habiendo elegido una camisa de chorreras. Continuaba siendo verano, y el maligno sol me esperaba fuera. Nadie lo vería, pero llevaba una capa. Antes de salir me despedí de mis dos husky siberianos y los dejé enganchados a la tele viendo un documental sobre los Cárpatos. La casa de Amanda estaba realmente cerca o al menos realicé el trayecto de forma tan rápida que pareciese que me había transformado en humo arrastrado por el viento. Subí hasta el sexto piso volando, lo achaqué a mi esfuerzo los últimos días en el gimnasio. Al ver a Amanda en el quicio de la puerta esperándome se me pusieron los ojos amarillos. - ¿Te encuentras bien? Amanda llevaba las uñas de los pies pintadas, un vestido muy corto y una gargantilla en la que colgaba una cruz dorada. Caminamos juntos hacia el cine, yo siempre mirando hacia el suelo, ella no paraba de hablar. Yo sólo deseaba pornerme una palomita de maiz en cada diente. Pero en un momento dado, me agarró de la mano y me arrastró hasta lo que parecía ser un centro cultural. Después de atravesar varios pasillos de paredes blancas, nos sentamos en medio de la sala que ya estaba a oscuras y cuando pensé que por fin podría reposar y disfrutar de la película aparecieron los títulos de crédito: "Sobre la vida de San Francisco de Asís".





(piscina) 🦇🌊

Estaba bañándome en la piscina. Era domingo. El sol caía bajo. El agua no era un elemento ni un líquido que me emocionase. El color rojo del bikini de Amanda me llamaba más la atención. Pasaba la mayor parte del tiempo sentado al borde del trampolín, hasta que decidía saltar y volver a él. Observaba al resto con vista de pájaro. Desde allí podía ver los loopings de las montañas rusas del parque de atracciones. Mi bañador era negro. Yo pedía al que ejercía de camarero bloodymarys y sangría. Amanda era de Rumanía. Los colmillos me dolían. Jugamos a encontrar monedas bajo la profundidad. Me dispuse a ponerme primero el esnórquel. Los colmillos me latían. Amanda se lanzó en bomba. La visión fue de bruma, de niebla en el bosque. Lancé el esnórquel al bordillo. Divisé el bikini rojo de Amanda como una mancha de sangre sobre leche. Me sentí esperanzado. Me dirigí hacia ella. Sus piernas no paraban de moverse como las de una rana. Después de un largo buceando, el sonido sordo a todo volumen me retaba. Tuve la imperiosa necesidad de morder a alguien en las muñecas. Tuve que enganchar mi boca a uno de los flotadores. Salí de la piscina empapado y reposando a mi lado estaba la colchoneta en forma de cocodrilo. Amanda reía bajo el agua.

Gatos

Tus ojos amarillos vienen a
decirme: no eres tan brujo.
*
te horripila mi cara-
hermoso gato bufando-
labios carmesí besando
tu cerebro aterciopelado-
me odias y lo entiendo-
porque yo también necesito ser
acariciado.
*
con tus navajas suizas avanzas
por montañas de carne y hueso-
mi cuerpo masajeado como uvas
en septiembre.
*
tu peso de iceberg gris sobre el vino
caliente en mi estómago.
*
no merezco ser tan egipcio-
mis orejas son de buda-
las tuyas pirámides de gelatina-
nieve de pelos sobre silencio
de sarcófago.

Hamlet shore 💀

Ofelia me está esperando en la piscina del hotel. La estoy observando desde el noveno piso del conglomerado de apartamentos. Se está haciendo la muerta, flotando con su biquini de estampado de nenúfares. Mi tío nos ha mandado aquí unos días de vacaciones. Pero algo podrido huele desde el chiringuito instalado al lado de las tumbonas. Dudo sobre qué ingrediente secreto estarán echando a los combinados. Horacio se encuentra indispuesto en la habitación número 23. Laertes me retó a hacer balconing y me lo tomé como una forma de envenenamiento. Yo he comprado mi propia cerveza, pero al abrir la nevera absorto en mis pensamientos se me apareció mi padre en forma de espíritu reprochándome por qué no estaba en el castillo defendiéndolo de la invasión. Cerré la nevera. Reparé en que alguien se encontraba detrás de las cortinas. Me di cuenta porque sobresalían unas sandalias con calcetines. Me dirigí hacia ella con sigilo y resultó ser Polonio, diciendo que no sabía cómo había llegado allí, que no recordaba nada. Tuve que matarle de un golpe con el cráneo que llevaba siempre conmigo en la maleta. Las mallas empezaban a apretarme, y no me veía muy favorecido con aquella camiseta del mapa de Palma de Mallorca. Soy un príncipe y tengo a un centinela siempre guardando mi ropa de baño secándose, le pedí que se retirara. El comentarista del Tour de Francia me hacía de soliloquio. Por fin sentí que me quedaba solo: comerme y beberme lo que hay en el minibar, esa es la cuestión.
No quería desnudarme. No tenía nada de lo que arrepentirme, pero no quería desnudarme. Pero el pudor se marchaba progresivamente con cada sorbo de champán, saludándome con un pañuelo blanco ondeante. Sentado en una banco de madera de pino letón, observaba al resto. Estábamos en una cabaña, todos ellos y ellas merodeaban, charlaban en silencio, se sumergían en la piscina. Estaba preciosamente iluminada. Yo no quería desnudarme. Vincas se paseaba por cada esquina. Era pintor. Me había mostrado antes, durante la cena algunas fotos de sus cuadros de bodegones: granadas, rábanos, flores. Sus tirabuzones de rabino chorreaban y se alisaban por el peso del agua. Decidí desnudarme y meterme, sólo por la mera curiosidad de cómo se proyectaría la luz de la piscina sobre mi cuerpo buceando. Rápidamente me metí en la sauna. Yo no quería adelgazar, no quería quemar grasas. La sauna era como una piscina de bolas en el infierno. A los cinco minutos me fue insoportable soportar el calor. Volví al salón de la piscina. Algunos comían canapés. Bebí otra copa de champán. Me sumergí de nuevo en la piscina. El agua estaba fresca. Goteábamos. Me puse de nuevo el bañador. Vincas se acercó a mí y me dijo - Afuera está nevando, el lago está helado. Salgamos. Ya sé por qué a Vincas no le costaba ligar. Le acompañé andando con las rodillas juntas. El frío calaba mis pulmones a cada inspiración. Abrimos la puerta de la cabaña y allí estaba. Un hermoso gato negro revolcándose sobre la nieve.

Pino Vudú

Me sentía como Donnie Darko. El plan era buscar un abeto o un pino por el bosque para decorarlo en casa. Hubo debate para sólo coger un esqueje y poder luego trasplantarlo. Pera las bolas de plástico pesarían demasiado. Tuvieron que prestarme unas botas para pasear por el campo. Yo llevaba unas deportivas, pero ya había sido mucho conseguir haber llegado a esa aldea sin haber acabado profundamente mareado en la carretera. Tantas curvas como árboles. Tantos árboles como nubes. Recogimos algunos pedazos de musgo. Sabíamos que era algo prohibido, pero en aquel bosque sólo había pastores. Me sentía como un gánster del musgo. Me relajaba verles explorar a cada uno por su lado, como si no fuésemos juntos, como si estuviésemos solos. Reconozco que hubiera preferido quedarme a tomar vino con Aleixandre, mientras esperaba al párroco. Cuando éste hubiese llegado, simplemente me hubiera camuflado con el periódico, y me hubiera puesto en los auriculares la Heroica de Beethoven. Me quedé con la curiosidad de saber qué tenía que decirle. Hubiese desconectado el volumen de los auriculares. Pero allí estábamos. Había muchos naranjos; naranjas como planetas que giraban en un sistema solar verde de copa de árbol. Un perro pastor se acercó a mí, lo acaricié. Había abandonado a su rebaño un segundo, lo agradecí. Imagino que quería que me uniese. Era feliz en el campo. La casa del pastor era pequeña, lúgubre. Volvimos a la aldea. Los perros y los niños allí estaban bajo mínimos. Cargamos con el pino joven, debía tener mi edad. Era de mi altura. Tenía mi mismo corte de pelo. Al llegar a casa todos ayudaron a vestirlo. Yo me senté en una silla baja al lado del fuego. Observé como improvisaban. Comenzaron a pesarme las orejas y la nariz. Sentí algunos latigazos en la espalda. Mi melena comenzó a erizarse en forma de estrella. Sentía empantanados de humedad los pies. Presión de lazos en los dedos de las manos. En la entrepierna la carga de todos los regalos de una familia numerosa.