Laridae

(Sonaba 4'33'' de John Cage a todo volumen) Era finales de agosto y el calor apretaba, Charlotte, tumbada exhausta sobre el sofá king size, leía con su mano derecha un libro, con la izquierda ojeaba una revista, veía la televisión y escuchaba la radio, cuando de pronto se interrumpió la excesiva tranquilidad con lo que parecía ser el llanto desesperado de un bebé que salía de la chimenea.


En principio, pensó, sobresaltada, que la madrugada no era una franja que fuera extraña para llantos de bebés que no conciliasen el sueño, pero en el momento, fue consciente de que la casa alquilada donde se encontraba no colindaba con ninguna otra. 


Aturdida por aquellos sollozos chirriantes y constantes, casi supersónicos, más que por el exceso de información previa al comienzo del fin, Charlotte se incorporó recordando qué buena compra había sido ese pijama de dos piezas de seda color hueso que llevaba y se dirigió con ese pensamiento a la cocina a beber un sencillo vaso de cristalina agua fresca. La televisión y la radio dejaron de oírse. 


La casa (con un pequeño jardín) que había alquilado ese verano, se encontraba frente a un diminuto puerto del pueblo y se podía ver a través de todas las ventanas. Los barcos quietos como clavados en el mar, el cielo negro: le extrañó no ver ni una sola estrella. 


Como en un cuadro de Hopper, sentada en la pulcra mesa blanca de la cocina con sillas a juego, reflexionaba sobre lo bien que se podía estar sola o lo necesario que era a veces desaparecer para demostrarse a una misma qué importancia tenían los demás para ella. 


Los últimos dos días habían sido pura telepatía. Conversaciones internas de cosas que no había dicho. Soliloquios mientras se duchaba y silbidos mientras cocinaba. Pero los gemidos comenzaron a subir de volumen y a Charlotte le pareció que fuesen lo que fuesen iban dirigidos hacia ella. 


Abrió la nevera y agarró el litro de helado de nata como si fuera una medicina. Clavó la cuchara como si fuera un cuchillo y se la metió en la boca, sintió lo cartilaginoso y lo rasposo de plumas de ave resecas mezcladas con el helado dentro de su garganta, una pasta de hedor dulce y putrefacto.


Horripilada por el hecho de que no fuera un mal sueño, escupió todo lo que pudo en el cubo de basura y se tumbó sobre la fina alfombra de la sala, y las arcadas suplantaron por un momento de descanso la vuelta al silencio.


Charlotte cerró con llave la puerta principal, la secundaria al jardín y encajó lo más que pudo todas las ventanas. Decidió intuitivamente esconderse entre las sábanas impolutas de su cama queen size como medida última de revertir la pesadilla en vuelta a una realidad anterior, pero al atravesar la cortina de piedras semipreciosas que colgaban del quicio de la entrada a su dormitorio, allí estaba, sobre el armario nacarado, un ejemplar de gaviota hembra de gran tamaño, como una esfinge rabiosa, agitando la envergadura de sus alas de dos metros sobre tres tambaleantes huevos, y Charlotte paralizada ante esos chillidos maternos, no supo descifrar si el animal tenía como objetivo atacarla o abrazarla. 

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