Un postre invisible

Me senté en un banco. Era la hora del almuerzo. Tenía tanta hambre que abrí el tupper con tanta fuerza que el sonido del vacío retumbó como un POP gigantesco por todo el bulevar. Agarré el tenedor de plástico como si fuera un tridente. De todo el remolino de spaghetti sólo quedó uno que llegó a mi boca. Lo absorbí como si no hubiera un ayer. Sorbí tanto que acabé absorbiéndome a mí mismo. De repente me vi invisible. Nadie parecía verme. Un señor ejecutivo intentó sentarse sobre mí para degustar su pechuga de pollo Villaroy. Tuve que salir atrapado de su muslo enorme trabajado a base de pechugas, arroz y entrenadores personales. El pantalón era de Zara. Azul. Huí despavorido calle abajo. Me había vestido entero de rojo pero nadie parecía mirarme. Había desaparecido. Me había aspirado a mí mismo y no tenía postre. A lo lejos vi como el ejecutivo se zampó mi tupper de carbonara al ver que no había nadie en el banco. Mientras pensaba en cómo solucionaría el embrollo de ser invisible aproveché la vicisitud para dar una vuelta. Entré en un estanco. Las vendedoras alucinaron al ver volar un cartón de Malrboro Light y unos regalices negros. Ninguno de sus aspavientos me atraparon. Nunca robo. Es pecado y es miserable, a no ser que sea para dar de comer a tus hijos, pero tenía que hacer la prueba. Era una fantasía para muchos. Sin embargo, al instante empecé a agobiarme, soy un poco presumido y el día anterior había ido a la peluquería. Nadie llamaba, ni siquiera telepáticamente. ¡No era nadie! Ni hijo, ni hermano, ni amante. Entré en una heladería, marqué las palmas de la mano en la tarrina de pistacho. En seguida los empleados llamaron a un conocido programa de televisión de misterio. Reparé que mi risa sí se percibía. Una risa helada. Llegó la prensa. Los toppings volaban. El fantasma de la heladería, me bautizaron.