Estaba dibujando gallos peleándose cuando mi teléfono móvil me avisó de que tenía una cita: clases de yoga. Mi profesora de yoga no parecía una atleta. Cuando nos enseñaba las posiciones no parecía esforzarse . Su imagen proyectaba la del cliché de una pin-up francesa etérea, vaga. Su corte de pelo no se inmutaba. A lo Amélie Poulin. Veía constantemente mi reflejo en los espejos de la sala. Sólo pensaba en gallos de pelea. Debí apuntarme a la clase de boxeo, pero acaba de cortarme el dedo con un cúter al intentar centrar un retrato de Jackson Pollock. Practicamos la posición de la silla, me fue fácil puesto que las tres horas anteriores estuve sentado . Luego la de la mesa. Luego la del guerrero. El saludo al sol no, eran las nueve de la noche. Virginia me rondaba, la observaba por el rabillo de mi ojo forzado por el peso de mi cabeza al revés. Me dio la impresión de que quería tomarse un té sobre la mesa de mi cuerpo. Y qué silla querría que hiciera, me preguntaba,  la gente parecía transformarse en una de pupitre, yo pensaba en la de Van Gogh y luego en la de Mies Van Der Rohe. Ella parecía pasearse por Ikea. Yo no encontraba el equilibrio, parecía una mecedora. Crujieron mis músculos. La sangre de mi cuerpo se cruzaba como encaje de bolillos. Sudé. Cuando llegué a casa no utilicé la silla, utilicé mi cuerpo como silla. Abrí el block de notas A3 y dibujé a mi profesora como el exprimidor de Philippe Starck.
Estaba seguro de que había matado a alguien. Lo expuso claramente, entre sueños, un poco más tarde de las tres de la madrugada. Yo estaba a su lado, en la cama, sólo rozándonos los pies y lo dijo, claramente: "He matado a alguien. Me pidieron que lo hiciera. Fue una prueba". Lo primero que sentí por él fue compasión. Le dije para tranquilizarle (él temblaba levemente como una gelatina al soplo) que si hubiese matado a alguien estaría en la cárcel. Él contestó, o su subconsciente: "es verdad". Pareció quedarse más tranquilo y comenzó a roncar como un bebé. Pensé que aunque lo hubiera hecho de verdad no cambiaría nada de lo que sentía por él. Me propuse observarle con el corazón. Lo había conocido siendo, parece ser, un supuesto asesino. Se dio la vuelta en la cama, yo lo abracé por detrás. Comencé a interrogarle aprovechando su estado de trance: ¿Quién te obligó a hacerlo?, ¿cómo lo hiciste? Él sólo continuaba temblando, repitió: "me obligaron a hacerlo". Lo que más me gustaba de él era que no era muy hablador durante el día. Lacónico. Los silencios eran cómodos. Recuerdo haber visto varias fotos enmarcadas. Una de ellas era en un circuito de tiro. Yo no quise preguntar. Yo lo quería sin información. Pero a la mañana siguiente no pude evitarlo. Al despertar, le confesé todo lo que había dicho entre sueños. "Estoy un poco loco por lo que veo", me dijo. Como un fantasma meditativo y en batín, deambulé por la sala. Me senté en el sofá. Noté algo duro dentro de uno de los cojines. Abrí la cremallera y era una pistola. La saqué. Nunca había tenido una en las manos. Estaba fría como una tumba. Me dirigí al cuarto. Él estaba todavía en la cama, llevaba las gafas puestas, revisaba unas facturas. Le apunté. Le dije: "duerme".





De fondo sonaba "4'33" de John Cage a todo volumen. Me había puesto una camiseta blanca raída para mancharme todo lo que quisiera. Sobre la cama de agua (rematada con algunos parches de plástico en forma de insectos), coloqué la toalla verde esmeralda y encima una hoja A1 de poro rugoso. Llevaba puesta la cinta para el pelo que me había firmado André Agassi. Y las muñequeras. Me balanceaba en la posición del loto como un buda a la deriva. Estaba dispuesto a desaprovechar toda la pintura que fuera necesaria para estirar correctamente mis músculos. Con el brazo derecho alcancé el pincel, forzando lo máximo posible hasta gruñir; con mi brazo izquierdo, alcancé el acrílico cián. Saludé al sol (a la lámpara). Cayeron unas gotas sobre el papel que recibí con alegría azarosa. Continué goteando en la posición del bailarín, del guerrero y de la media paloma todas goteando tinta china. Observé de reojo como todos los trazos de pintura que intentaba encajar iban enmarañando una figura. Parecía larga. Me fue difícil utilizar el bote de spray verde fluorescente en la posición del camello pero la apertura de mi pecho lo agradeció. Inspiré. Inmediatamente realicé con un esfuerzo cubista en mi cara la posición de la báscula para observar la hoja desde otra perspectiva. Espiré. Terminé con la posición del corredor escupiendo rosa chicle, la rueda arrastrándome con azul prusiano y la montaña clavado con rojo carmesí. Sudando aguarrás, observé el resultado. Me incorporé de la cama de agua resoplando. Doblé la hoja A1 por el medio e hice el pino sobre ella. La abrí de nuevo y era como un test de Rorschach. Decidí intentar averiguar que veía: lo que parecía ser una tormenta en el atardecer.
Entré en la taberna dando un paso de baile pero al apoyar la pierna sobre la barra noté como el cansancio se me caía encima. El camarero sonrió en señal de aprobación y me ofreció un vaso de agua con azúcar. En el taburete me senté en la posición de flor de loto, bajé dos veces las escaleras que iban al baño, ayudé a una de las camareras a llevar dos bandejas llenas de zumos y cafés. Tenía la cintura envuelta con la bufanda a modo de fajín. Secaba el sudor con servilletas en las que se leía "gracias por su visita". Las vidrieras de colores primarios de la taberna reflejaban mis estiramientos. Le lancé mi boina como un frisbee al chef al verlo aparecer por la sala pero pareció no estar en forma. El reloj digital en mi muñeca  bajaba sus pulsaciones al enfrentarse al reloj de cuco. Pedí la cuenta en la posición de la langosta. Era el momento de ponerme el gorro de piscina e ir a la pastelería.
Mientras hago estiramientos pienso en lámparas Art Déco. El sudor se mezcla con cristales de colores. El señor que corre en frente de mí sobre la cinta me mira, yo también le miro pero le atravieso pensando en decoración. Quizás compraría una en aquella tienda en calle Lagasca, pero tendría que sacrificar al menos tres meses de pago en el gimnasio. Por cada brazada en la piscina una bombilla, un escritorio con estilo, una flexión de luz, una vidriera en forma de tulipán. Mientras hago estiramientos pienso en lámparas Art Nouveau. Mi entrenadora me observa a unos metros y yo pienso en El Beso de Klimt. Mi corazón comienza a bombear muy rápido, a generar electricidad. Tengo la potencia de un decorador y la rapidez de un vendedor, en chándal. Reconozco que hago descuentos cuando hago abdominales. Llevo un calcetín de cada color. La música de fondo que suena en el gimnasio para mí es jazz.