Estaba dibujando gallos peleándose cuando mi teléfono móvil me avisó de que tenía una cita: clases de yoga. Mi profesora de yoga no parecía una atleta. Cuando nos enseñaba las posiciones no parecía esforzarse . Su imagen proyectaba la del cliché de una pin-up francesa etérea, vaga. Su corte de pelo no se inmutaba. A lo Amélie Poulin. Veía constantemente mi reflejo en los espejos de la sala. Sólo pensaba en gallos de pelea. Debí apuntarme a la clase de boxeo, pero acaba de cortarme el dedo con un cúter al intentar centrar un retrato de Jackson Pollock. Practicamos la posición de la silla, me fue fácil puesto que las tres horas anteriores estuve sentado . Luego la de la mesa. Luego la del guerrero. El saludo al sol no, eran las nueve de la noche. Virginia me rondaba, la observaba por el rabillo de mi ojo forzado por el peso de mi cabeza al revés. Me dio la impresión de que quería tomarse un té sobre la mesa de mi cuerpo. Y qué silla querría que hiciera, me preguntaba,  la gente parecía transformarse en una de pupitre, yo pensaba en la de Van Gogh y luego en la de Mies Van Der Rohe. Ella parecía pasearse por Ikea. Yo no encontraba el equilibrio, parecía una mecedora. Crujieron mis músculos. La sangre de mi cuerpo se cruzaba como encaje de bolillos. Sudé. Cuando llegué a casa no utilicé la silla, utilicé mi cuerpo como silla. Abrí el block de notas A3 y dibujé a mi profesora como el exprimidor de Philippe Starck.

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