Juan Dando ha resucitado. Larga vida a Juan Dando (exposición retrospectiva)

Juan Dando apareció repentinamente entre las ramas de la copa del castaño de indias donde reposaban sus cenizas. El jardinero jefe del Parque Atenas canturreaba aquel mediodía porque le había tocado algo en la lotería y quedó atónito ante aquella presencia del adonis. Frunció los ojos varias veces. No conocía esa especie de pollo. Juan, aturdido, bajó del árbol como pudo y como si hubiera muerto en la ficción de un relato y resucitado a los treinta días, se desperezó intensamente marcando los brazos hacia el sol abrasador de agosto en Madrid. Tiene cuarenta y un años habiendo muerto con setenta y seis. Desnudo completamente, pasó desapercibido por llevarse aquella temporada los colores nude. Decidió volver a su pequeño estudio, dónde iba a ir si no, y se apañó con envolverse en un póster del concierto de La Femme arrancado de una marquesina cerca de la Sala Riviera. ¿En qué clase de limbo había estado todo ese tiempo? Recordó que durante esos días de círculo dantesco todo el mundo en la tierra le quería. De vuelta, ya se vería. Sus viejos amigos más cercanos, Aída y César, habían organizado una exposición retrospectiva de sus collages de cafeteras en el estudio solitario en el que había vivido Juan y que se inauguraría aquella misma tarde: cien cafeteras mokas colgadas de las paredes cubriendo un recorrido que salía de la puerta del estudio hasta llegar al ascensor donde había incluso algunas expuestas. Ante eso, los vecinos también fueron invitados, por supuesto, había canapés de huevos de perdiz y Chardonnay fresco. Juan no estaba enterado de aquel evento, por muy poderosa que fuera su situación de reaparecido, y de camino de nuevo por la dimensión de la tierra, un poco fatigado por el jet lag, pidió a un grupo de jóvenes sentados en un banco uno de sus teléfonos móviles para llamar a su amigo César. Era una urgencia. Había resucitado. Pero César nunca respondía a números que no conociese y estaba demasiado ocupado en recibir a los invitados a la vernissage. Desde un plano aéreo se podía observar al pequeño Dando arropado en aquel cartel de concierto, atravesando el Paseo de la Castellana parsimoniosamente. Había pedido un café con hielo para llevar en el Café Gijón. Juan Dando volvió a la vida a trompicones cuando uno de los porteros veinticuatro horas de su edificio le vio aparecer en el hall. Casi lo mata de un infarto. El correo se acumulaba. Tendría que contratar a un asesor financiero experto en retornos de muertes literarias. Se rumoreaba en el edificio de quince plantas que había simulado su muerte sólo para engrandecerse. Pero él se sentía cada vez más minúsculo en un planeta en el que sus microrrelatos desaparecerían. Al seguir el rastro de sus propios collages de cafeteras como miguitas de pan, y acabar entre el meollo de su exposición póstuma sin él y con él, una veintena de personas copa en mano incluyendo a sus dos mejores amigos, boquiabiertos, no podían creer lo que veían: a Juan Dando vivo, rejuvenecido y más creativo que nunca. 

Demasiado contorsionismo de oficina.

No soporto estar en la oficina sentado en esta silla rodante donde apoyo mi columna arqueada y tensa viendo como mi corazón sale despedido todas las mañanas por la ventana del vigésimo piso de la Torre Picasso. Menudo cuadro de Pollock voy a pintar, será divertido y todo se llenará de sangre eléctrica. Las caras de algunos de mis compañeros que fuman en la puerta vagueantes y que charlan sobre sus vacaciones en Vietnam y que presumen sobre la calidad de las sedas de sus corbatas, hoy gritan ahora bajo lo líquido de mi corazón volante en forma de patata palpitante, un tubérculo rojo que impacta sobre la cara de Karina, 54 años, recepcionista voluptuosa y arrogante, madre de dos niños, y de Paula y Jorge, insoportables y asfixiantes coordinadores del departamento de cuentas. María, la jefa de compras, se ha manchado el vestido falso de Custo y a pesar de que el verde de sus ojos combina a la perfección con el oscuro coágulo de sangre, el resto de secretarias que corren despavoridas taconean sus volantes de esas faldas de verano estampadas y horripilantes cuando llaman a la policía, y mientras espero sin corazón mi descanso de treinta minutos para comer, pienso que de ésta me despiden. Sin corazón en el pecho, bajo en el ascensor en un silencio renqueante y me dirijo al policía balbuceante: "Demasiado contorsionismo de oficina".


Juan Dando ha muerto. Larga vida a Juan Dando.

Juan Dando ha muerto. Sucedió a las 11:15 de la mañana del miércoles 2 de julio del año 2059, en su cama, en su pequeño cubículo en un catorceavo, lo más cerca del cielo que pudo. Murió sólo pero en paz consigo mismo y con los demás. Tenía 76 años. Una hora antes del último suspiro, su amigo César le había estado llamando por teléfono para proponerle dar un paseo y tomar un té. Pero a Juan, aturdido y concentrado en su desvanecimiento y en una respiración cada vez más lenta y punzante, le pareció imposible balbucear nada. Ya suspirado y mullido completamente, el teléfono sonó de nuevo, y el tono chirriante formó una extraña sinfonía con los papeles del escritorio que volaban por el viento que entraba por la ventana abierta. A causa de una ráfaga un poco más fuerte, la cafetera Bialetti que le servía de modelo para sus collages, cayó de lado y derramó lentamente su contenido marrón al suelo hasta formar un charco. Un gorrión entró en la escena y bebió de ese charco. Juan nunca había estado tan guapo, en calma. Volaron también gracias a esa pequeña brisa huracanada trozos de naipes, del periódico del día anterior y de postales de la ciudad de Lisboa. El teléfono quedó mudo y al segundo César volvió a insistir. Juan había diseñado su última cafetera sobre un mapa de Madrid. Quizás fuese la número mil. De repente, entre el silencio, "algo" encendió la radio que era ya más que una reliquia, y sonó el lamento de Billie Holiday. Los calcetines secos de la colada pendiente empezaron a emparejarse solos, y las piezas del joyero (collares, anillos) estaban siendo distribuidas por el suelo como un caminito de migas de oro. Cuando con la ayuda del portero del edificio César abrió la puerta y llegó al estudio, la temperatura bajó de golpe y sintió un abrazo. Observó como comenzaba a lloviznar en el exterior y un gran arcoiris cruzar el horizonte. César arropó dulcemente a su amigo y quedó revolviendo también dulcemente los cajones donde Juan guardaba sus escritos y dibujos, y mirando de vez en cuando a ese arcoiris que iba diluyéndose gradualmente, ese algo, el otro Juan, tomó el ascensor y no se vio reflejado en el espejo. Tranquilo, bajó a la calle sonriéndole a todos y cada uno con los que se cruzaba, a todos a los que atravesaba sin chocar. Por fin, siendo consciente de su nuevo estado, estado de invisibilidad, tuvo la tentación de lo evidente: ir al centro comercial. Pero lo inservible de la situación fantasmal invitaba a otra cosa. Visitar a los que le quedaba cosas pendientes por decir, quizás bromear con otros dentro de sus sueños y ver amanecer eternamente mientras bailaba en espíritu por los tejados. Juan Dando fue incinerado y sus cenizas esparcidas junto a un castaño de indias en el Parque Atenas de Madrid.

Salí de casa con el objetivo de que un policía me detuviese

Salí de casa con el objetivo de que un policía me detuviese. Estaba cansado de ser un chico bueno. Ya el día anterior había perseguido a un señor mayor para obligarle a cruzar conmigo un paso de cebra y también había llamado a todos mis amigos para pedirles perdón por nada en concreto. Decidido, me puse mis mejores galas y bajé las escaleras pensando que quizás la elegancia iba en mi contra. No estaba dispuesto a cometer ningún delito, no forma parte de mi naturaleza. Simplemente quería que me detuvieran por ser yo mismo ¿Por qué era algo tan difícil? Anduve por una calle de lo más transitada. Vi un coche de policía y mis pupilas se dilataron. Intentaba abrirse camino con la sirena al máximo y permanecí haciendo aspavientos con las manos. El coche vino directo hacia mí, bajó la ventanilla y uno de los policías con cara de malas pulgas me dijo: - Caballero, ¿tiene usted algún problema? Mi corazón comenzó a latir por encima de sus posibilidades, no podía desaprovechar aquella oportunidad. Le contesté: - Quiero que me detenga- esa es la verdad y siempre hay que ir con ella por delante, eso me enseñaron. - ¿Por qué tendríamos que detenerle? - Tiene que hacerme ese favor. El policía bajó la ventanilla farfullando algo como que tenían prisa, que tenían que ayudar a un viejecita a bajar a su gato de un árbol. Me vine abajo. Continué por la avenida con la mirada en el suelo y las manos metidas en los bolsillos. Se me venían voces a la cabeza, "tienes cara de bueno, tienes cara de bueno". Busqué en Google la tienda de disfraces más cercana. Entré entre sudores fríos. Di un rodeo hasta encontrar la sección de caretas, de máscaras. Dudé entre la de Satanás, la de Donald Trump y la de Kim Kardashian. Compré una de ellas, pero al salir sólo me quedé con las gomas y me las colgué de las orejas, porque hay que intentar siempre ser uno mismo. Mientras tanto, le di mis deportivas nuevas a un chico que las miraba con admiración y quedé descalzo. También mi cazadora Levi's Strauss a otro que consideré que tenía frío. Fui quedándome casi desnudo repartiendo todo mi outfit a quien creía que lo necesitaba. Quizás así me arrestarían. Era un mártir de la moda. Pero eso era Madrid, nadie llamaba la atención por mucho que vistiera o no vistiera de forma excéntrica. Estaba comenzando a desesperarme. La gente en lugar de reprocharme que iba casi desnudo me piropeaba y me gritaba qué muy bien, que menos es más, que sería un buen fakir si me atrevía a andar sobre una de las plazas cercanas después de un botellón, pero en esa situación nadie me arrestaba. Llamé a mi editor desde una cabina. Dentro de ella era una especie de Superman a medio hacer. Me dijo que era algo estúpido forzar la inspiración y que me conformara con escribir relatos eróticos sobre vampiros. No estuve de acuerdo. Volví a casa desamparado y sin antecedentes. Enfadado conmigo mismo y con la autoficción, abrí la Moleskine y entre sus páginas en blanco roto comencé a escribir con el Pilot: Salí de casa con el objetivo de que un policía me detuviese...

Don Don

Esta es la historia de un Don Nadie. Como no era nadie podía ser cualquiera. Incluido un Don Don. No era mucho incluso en su propia casa. Su hámster tenía mil veces más personalidad. Pero cuando deseaba ser alguien, aunque fuese sólo por diversión y no por hinchar su ego, escogía cualquier objeto de la casa que pudiera servirle como atuendo y se transformaba automáticamente. Podría ser un foulard que le convirtiera en un bohemio (a juego con sus botas viejas y embarradas) o una corona para ser un rey, o una lanza para ser un samurái. -Soy alguien- se decía mientras salía de casa. Soy nadie siendo alguien. El día que salió con la lanza la gente le observaba por la calle con miedo y estupor. -Soy alguien- se decía. La policía sólo tardo diez minutos en detenerle. -Soy alguien- me detienen. -Soy alguien- me meten en un calabozo. - Soy un samurái pero estoy sólo encerrado aquí- pensaba. Nadie ve que soy alguien. Supo por qué le dejaron salir, no era por ese lamentable lamento sino porque la lanza era de plástico duro. La ficha policial se rellenó casi en blanco. Firmó con una X. Le ofrecieron hacer una llamada pero rehusó la propuesta ya que su hámster no lo cogería. Otro día, encasquetó a presión la corona, de plástico, y salió al mercado. -Soy un rey, Don Rey, y busco un bufón que me entretenga- gritaba. Gritaba más que los vendedores, exhaustos por hacer notar sus ofertas. -Tome unas zanahorias en lugar de un bufón- dijo un tendero. -Perfecto, seré un conejo, Don conejo. -Soy Don Conejo y busco un mago. Así fue mutando durante todo el camino que recorría el mercado. Fue Don Vaca, Don Herrero, Don Carpintero, Doña Reina de Saba. Incomodaba a todo el mundo. La gente creía que era alguien, que era un actor, un cómico que quería darse a conocer. Hasta que fue Don Cowboy con una pistola de verdad. Lo volvieron a arrestar. -No quiero ser de nuevo Don Preso- decía mientras forcejeaba. En el calabozo vio cómo una rata saltaba desde un agujero de la pared. Sonrió al pensar que era su hámster siendo alguien, Don Rata.