Unicornio (Juan Ramón Jiménez)

Desperté antes de lo debido y quise aprovechar para ver el amanecer sobre el horizonte del campo. Los grillos todavía cantaban. En la pequeña parcela donde estaban los caballos había cuatro blancos. Pareció que uno de ellos quería acariciarme y comenzó a acercarse a mí elegantemente mientras jugaba nervioso al tenis intentando trinchar una abeja con lo que parecía ser un cuerno de ¿marfil? Tuve que frotarme varias veces los ojos para focalizar correctamente lo que estaba viendo. Me pellizqué otras tantas veces en el brazo. A cada cabriola era más visible el cuerno. El sol aparecía en escena y la piel del caballo era lunar. No estaba preparado para un momento así vestido con un pijama. Resopló tan cerca de mi cara que nuestros flequillos saltaron graciosos dejándonos a lo Verónica Lake. Pude acariciar su morro y era suave como el terciopelo. Recuerdo que le dije que fuera mi Platero y yo creo que me entendió. Pero noté como no le agradó mi comentario que resonó en el silencio de la dehesa. Por lo visto nunca le gustó cómo Juan Ramón Jiménez había tratado a Zenobia Camprubí. Me retó. Yo no tenía ningún arma punzante para defenderme a duelo, ya dije que estaba en pijama. Fue hacia atrás cogiendo carrerilla para saltar la parcela y hacer a saber qué. Vociferando, le dije que no, que quería que fuera mi Rocinante, o mi Babieca, o mi Pegaso. Yo creo que me entendió. De pronto, calmado, volvió al grupo de los otros tres caballos blancos y yo ya cegado por el sol abrasador del agosto extremeño, me dirigí temblando como un flan a la sala principal de la casa, donde me senté en el sillón más mullido y respirando profundamente, me levanté y me dirigí al rincón de la biblioteca donde extraje de la fila de libros un ejemplar de la Conciencia Sucesiva de lo Hermoso

(para llevármelo a la biblioteca de la casa de la ciudad). 

Me quedé encerrado en un HyM

Soy presumido pero no tanto. El vigilante ni se inmutó. Iba cargado de bolsas para su mujer y mi vanidad no me dejaba salir del probador. Ambos estábamos aprovechando las rebajas. Canturreé hasta el último segundo cada uno de los temas del hilo musical. Luego saltó un disco de ambient y me puse a meditar. Salí abriendo la cortina del probador como si entrara en un mundo oscuro paralelo. El roce de las prendas las unas contra las otras colgadas en las perchas relajaban como ASMR. Prendas fabricadas en Vietnam. Las luces se encendían a mi paso. Quizás por mi delgadez la alarma no me reconociese. Me paseé por los amplios espacios acariciando los abrigos de nueva temporada: terciopelo. Me puse una gorra de borreguito sobre la cabeza y simulé ser un lobo. Los sombreros de alas miraban fijamente a mis sienes. Los calcetines suplicaban ser convertidos en muñecos con ojos de botones. Interpreté varios personajes frente al mayor espejo: Madonna, Marlene Dietrich, aunque mi silencio era más de la Garbo. La ovación a mi actuación y tranquilidad fue la de los pendientes de la sección de Mujer que tintineaban como una lámpara del Tibet. Me probé todas las tallas XXL. Monté una tienda de campaña a base de trajes de chaqueta. Escribí algunos poemas a vuela pluma y los metí en los bolsillos de todos los pantalones cargo que encontré. Eran poemas sobre naturaleza y sobre el paso del tiempo: pastoriles. Mis compañeros los maniquíes no se manifestaban. Fríos en sus colores beige. Durante el resto de la noche no tuve hambre, no tuve sed. Estaba cada vez más rígido. Más Ken. Las extremidades de plástico duro, el sexo compacto y los ojos no movibles. Mi melena cayó al suelo como una peluca. Nadie me reclamó al móvil. Creí que me estaba convirtiendo en árbol, busto clásico romano o florero. No tuve opción: a partir de ahora podréis encontrarme rígido eternamente en la sección de hombre del HyM de la Calle Orense de Madrid.

Monfragüe

Quise que el sol me deslumbrara para broncearme cuando me sorprendieron veinte buitres negros sobrevolando mi sombrero de ala. Volaban sinuosamente. Tuve un instante de miedo porque durante esa última semana me había sentido muerto en vida y por eso cogí mi Jeep Cherokee color champán que me habían traído desde Chicago y salí a intentar resucitar hacia el río y la montaña, un exceso de trabajo había hecho que se me marcaran los pómulos y las clavículas, pesaba sesenta y tres kilos, y aunque desprendía un olor puro y limpio a Terre de Hermès, nunca se sabía. Un urbanita sólo estaba acostumbrado a los gorriones, a las palomas y a los caniches toy. Había dejado los prismáticos en la guantera del coche, había olvidado las gafas de sol en el mostrador de la gasolinera a cien kilómetros, y el carrete de fotos puede que estuviera en el estómago de algún reptil al haber caído al río cuando muy cándido y narciso fui a observar lo que parecían ser nenúfares. Estaba desnudo de aparataje. Desafié de nuevo al sol y a los veinte buitres negros nebulosos mientras barruntaba todo ésto y de repente fue como mirar a los ojos a la muerte. Puede que la mereciera en ese momento. No había reciclado correctamente las sobras del picnic que hice románticamente conmigo mismo, y estar en medio de la montaña a las cuatro de la tarde con un sol de justicia y unas crocs entre las rocas merecían no sé si el fin, pero al menos una foto para la risión. Verlos y oír su silencio cada vez más cerca impresionaba más que en los documentales de National Geographic en dolby surround. En la oficina alguna vez me habían echado en cara mi forma agresiva de venta pero nunca me habían llamado carroña de forma tan directa. Caí al suelo mareado por los nervios y los arbustos pincharon. Mis oídos pitaban como si muchos estuvieran acordándose de mí. Todo fue brillante y negro. Destellos de plumas y sangre. 

Laridae

(Sonaba 4'33'' de John Cage a todo volumen) Era finales de agosto y el calor apretaba, Charlotte, tumbada exhausta sobre el sofá king size, leía con su mano derecha un libro, con la izquierda ojeaba una revista, veía la televisión y escuchaba la radio, cuando de pronto se interrumpió la excesiva tranquilidad con lo que parecía ser el llanto desesperado de un bebé que salía de la chimenea.


En principio, pensó, sobresaltada, que la madrugada no era una franja que fuera extraña para llantos de bebés que no conciliasen el sueño, pero en el momento, fue consciente de que la casa alquilada donde se encontraba no colindaba con ninguna otra. 


Aturdida por aquellos sollozos chirriantes y constantes, casi supersónicos, más que por el exceso de información previa al comienzo del fin, Charlotte se incorporó recordando qué buena compra había sido ese pijama de dos piezas de seda color hueso que llevaba y se dirigió con ese pensamiento a la cocina a beber un sencillo vaso de cristalina agua fresca. La televisión y la radio dejaron de oírse. 


La casa (con un pequeño jardín) que había alquilado ese verano, se encontraba frente a un diminuto puerto del pueblo y se podía ver a través de todas las ventanas. Los barcos quietos como clavados en el mar, el cielo negro: le extrañó no ver ni una sola estrella. 


Como en un cuadro de Hopper, sentada en la pulcra mesa blanca de la cocina con sillas a juego, reflexionaba sobre lo bien que se podía estar sola o lo necesario que era a veces desaparecer para demostrarse a una misma qué importancia tenían los demás para ella. 


Los últimos dos días habían sido pura telepatía. Conversaciones internas de cosas que no había dicho. Soliloquios mientras se duchaba y silbidos mientras cocinaba. Pero los gemidos comenzaron a subir de volumen y a Charlotte le pareció que fuesen lo que fuesen iban dirigidos hacia ella. 


Abrió la nevera y agarró el litro de helado de nata como si fuera una medicina. Clavó la cuchara como si fuera un cuchillo y se la metió en la boca, sintió lo cartilaginoso y lo rasposo de plumas de ave resecas mezcladas con el helado dentro de su garganta, una pasta de hedor dulce y putrefacto.


Horripilada por el hecho de que no fuera un mal sueño, escupió todo lo que pudo en el cubo de basura y se tumbó sobre la fina alfombra de la sala, y las arcadas suplantaron por un momento de descanso la vuelta al silencio.


Charlotte cerró con llave la puerta principal, la secundaria al jardín y encajó lo más que pudo todas las ventanas. Decidió intuitivamente esconderse entre las sábanas impolutas de su cama queen size como medida última de revertir la pesadilla en vuelta a una realidad anterior, pero al atravesar la cortina de piedras semipreciosas que colgaban del quicio de la entrada a su dormitorio, allí estaba, sobre el armario nacarado, un ejemplar de gaviota hembra de gran tamaño, como una esfinge rabiosa, agitando la envergadura de sus alas de dos metros sobre tres tambaleantes huevos, y Charlotte paralizada ante esos chillidos maternos, no supo descifrar si el animal tenía como objetivo atacarla o abrazarla. 

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