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La cápsula nupcial iba tan rápido que los lazos blancos y azul celestial atados a los motores volaban rectos como lanzas. Aura, la mona domesticada, mano derecha del jefe promotor de la agencia de viajes, conducía la pequeña nave mientras comía dátiles de un bote que flotaba en la cabina. Mi mujer iba leyendo una antología de Alejandra Pizarnick. La veía tan concentrada que sentía envidia de no ser poeta para hipnotizar tanto su atención. “Grandes Escritoras Universales”, rezaba la portada. Nuestro destino era una de las lunas de Saturno. De súbito, Aura dejó de masticar como un caballo hambriento y un silencio atronador vació por completo la cápsula. Eso no era una buena señal , siempre era tranquilizador escuchar de fondo los ruidos del fuselaje al rozarse y hasta hace un instante, la monotonía del sonido de las hojas de poemas al pasar. Para enfrentar ese silencio supersónico, se interpretó en directo desde la tierra, “Una barca sobre el océano” de Ravel, por el pianista que habíamos contratado para amenizar el viaje. Pero intuí que ese sería la banda sonora para el fin: de la luna de miel, de la cápsula, de mi matrimonio. -Suba más el volumen- dijo Clara. Parecía no percatarse de la gravedad, del problema. Sentía que la situación iba a peor, acrecentado por la pasividad de mis co-tripulantes. Un tubo transparente lleno de un líquido viscoso e incoloro atravesó lentamente  el cristal que nos separaba de la cabina donde  Aura pilotaba. –Cariño, ¿ves este tubo?, -Sí, cielo-. Aparecieron dos líneas de gelatina roja flotando dentro del líquido como en una lámpara de lava. La televisión de pantalla plana en la que hasta ahora se proyectaba un documental sobre gorilas, quedó en blanco y ya no supe con qué preocupación ponerme más nerviso. A lo lejos Saturno mostraba sus anillos. La pantalla mostró una ecografía.  –Éste es Alejandro.

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Estando en el Infierno me dijeron: - te hemos comprado un billete para el cielo. No te podemos tener más aquí. Has sido seleccionado por concurso-oposición a dedo. Yo no me había presentado a nada. Simplemente llevaba siglos jugando al póker en el tasca, pasando desapercibido entre el humo. –No queremos gente con una maldad y una perversidad tan impostada, queremos malos reales. Suponía eso separarme de mi mejor amigo, Oliver. Era un chico brasileño de las favelas, dormíamos en el mismo colchón de pinchos. – Quiero ver a Satán personalmente. – No es posible. Está supervisando la producción de una película de Lars Von Trier. Tomé el billete. –Eres bueno, se te ve en los ojos, ese ha sido tu problema. Durante los últimos años había estado maquillándome con kohl. Me ponía una máscara de ceniza todas las noches. La puerta del Infierno se abrió para mí, era una reproducción de una Puerta de Babilonia. Oliver se acercó y me regaló su tridente como recuerdo, dedicado a fuego. No quise recoger mis cosas. No tenía apenas . En la puerta de embarque a la cápsula que me llevaría al cielo, los primates que hacían de azafatos me dieron una bolsa con todo lo que necesitaría en mi destino: un halo, una espada, papel, boli y un antialérgico para las flores del paraíso. 🔴🔴🔴

🦇🌈🦇 (desierto)

Dentro del coche la luz era infrarroja. Alberto llevaba unas gafas moradas. Fuera, el desierto propinaba golpes de viento amarillos contra los cristales. El cielo era azul o negro. No había estrellas plateadas. Nos dirigíamos a un oasis dorado. No estaba acostumbrado a ir de copiloto en el Audi Q8 naranja, pero Alberto se puso púpura de furia al proponerle lo contrario. Reía, reíamos. Eran verdes nuestras risas. Al bajar del coche, advertimos sombras marrones: los coyotes se reunían alrededor del oasis. Bebimos junto a ellos el agua violeta. Comimos escorpiones grises que Alberto capturó. Todo era de un romanticismo carmesí. Quería a Alberto como la mezcla del blanco y el rojo. Sacó una rosa fucsia, era preciosa, estaba llena de espinas enormes como colmillos. Montamos de nuevo en el coche y atravesamos el desierto a setecientos kilómetros por hora mientras amanecía. El cielo era turquesa, el sol, ámbar. Atajamos a través del agujero de gusano que nos llevaría directamente hasta el subsuelo de la Plaza de Notre Dame.


🦇💉 (dentista)

De primeras la recepcionista me pareció atractiva. El color morado de su uniforme me pareció un acierto. - Tengo cita a las once. Me miró a los ojos y se disculpó para atender una llamada. Era también yo. Le comenté que en el caso de que no estuviera ocupada quería hacerle algunas preguntas. Me respondió que estaba atendiendo a alguien en recepción pero que tomaría mi teléfono. - No es necesario- le dije, a la vez, de pie, y en silencio. - Este estúpido me ha colgado. Pase a la sala, por favor. 

El doctor me sentó en una silla reclinable. Me sentí Frankenstein. Mientras hurgaba en mi boca decidí llamar mentalmente de nuevo a la auxiliar. Comunicaba. Lo volví a intentar. Respondió. Ordené a los dos lobos que esperaban fuera que se acercaran a la puerta para que los pudiera ver. Gritó. El doctor patinó despavorido hacia la recepción mientras yo me abandoné en horizontal estrujando la bola antiestrés que me había prestado.

La hora del té 🍸🦇

La hora del té se convirtió en la hora del Bloody Mary. No pude contenerme. Me avalancé sobre su cuello. Pensó simplemente que iba a acariciárselo con los labios, pero el vaso de vodka se tambaleó tanto en su mano que el líquido transparente salpicó mi cara justo en el momento en que le mordía. Sabía que no era virgen. Lo acabábamos de hacer. Sabía que le sorprendería aquella violencia. Lo habíamos hecho al ritmo de una barca a la deriva. Se quedó helado. Parecía estar mordiendo un trozo de carne de pingüino. Escupí en la coctelera. El camarero al verme se acercó a preguntar a pesar de que la propina ya estaba incluida. Alberto estaba pálido, estaba guapísimo. Como hipnotizado miró al camarero que estaba pensando si éramos pareja o hermanos o las dos cosas. Tuvo que darse cuenta de que le estaba leyendo la mente porque le obligué a pensar que nos haría un cincuenta por ciento de descuento.