La cápsula nupcial iba tan rápido
que los lazos blancos y azul celestial atados a los motores volaban rectos como
lanzas. Aura, la mona domesticada, mano derecha del jefe promotor de la agencia
de viajes, conducía la pequeña nave mientras comía dátiles de un bote que
flotaba en la cabina. Mi mujer iba leyendo una antología de Alejandra
Pizarnick. La veía tan concentrada que sentía envidia de no ser poeta para
hipnotizar tanto su atención. “Grandes Escritoras Universales”, rezaba la
portada. Nuestro destino era una de las lunas de Saturno. De súbito, Aura dejó
de masticar como un caballo hambriento y un silencio atronador vació por
completo la cápsula. Eso no era una buena señal , siempre era tranquilizador escuchar
de fondo los ruidos del fuselaje al rozarse y hasta hace un instante, la
monotonía del sonido de las hojas de poemas al pasar. Para enfrentar ese
silencio supersónico, se interpretó en directo desde la tierra, “Una barca sobre
el océano” de Ravel, por el pianista que habíamos contratado para amenizar el
viaje. Pero intuí que ese sería la banda sonora para el fin: de la luna de miel,
de la cápsula, de mi matrimonio. -Suba más el volumen- dijo Clara. Parecía no
percatarse de la gravedad, del problema. Sentía que la situación iba a peor,
acrecentado por la pasividad de mis co-tripulantes. Un tubo transparente lleno
de un líquido viscoso e incoloro atravesó lentamente el cristal que nos separaba de la cabina donde
Aura pilotaba. –Cariño, ¿ves este tubo?,
-Sí, cielo-. Aparecieron dos líneas de gelatina roja flotando dentro del
líquido como en una lámpara de lava. La televisión de pantalla plana en la que
hasta ahora se proyectaba un documental sobre gorilas, quedó en blanco y ya no
supe con qué preocupación ponerme más nerviso. A lo lejos Saturno mostraba sus
anillos. La pantalla mostró una ecografía. –Éste es Alejandro.
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