Cicatriz

Yo era un chico bueno en principio, un chico bueno por fuera al menos. Al contrario, Antonio era un chico malo por fuera, pero sus ojos grandes y azules como estrellas a punto de morir y sus pestañas a veces como mariposas, a veces como murciélagos, delataban su interior. Los dos éramos intensos a nuestra manera. Yo insistía en ayudarle sin tener recursos y él no se dejaba ayudar teniéndolos todos. Sin embargo, dos cosas nos unían: éramos guapos y estábamos solos. Antonio era huérfano y nunca habló de sus padres; yo venía de una familia numerosa y por mucho que las noticias de sobrinos que nacieran yo sentía volver al útero materno. Yo le dejaba caer vestirnos elegantemente e ir a cenar a algún restaurante caro, y él dejaba caer disfrazarnos elegantemente y robar un banco. En los bares yo siempre bailaba mirando el techo y él siempre quieto rígido abanicando el ambiente de humo con el aleteo de sus pestañas. Ninguno de los dos entendíamos el porqué de nuestra amistad. La respuesta espero encontrarla en este relato, aunque a priori simplemente fue el azar, y aquel verano. Yo le recomendaba los libros de Bret Easton Ellis, y él ninguno, quizás algún programa de televisión argentino sobre bromas a ciudadanos comunes. Yo era gay y él, hetero. Aunque una vez nos duchamos juntos, como carcelarios, para ahorrar agua y divertirnos. Me gustaba mucho su cuerpo. Ambos éramos delgados, pero no débiles, espigados. Aunque él tenía pelo en el pecho, que me hubiera gustado tejer. Solía visitarle aquel verano, sobre las cuatro, en plena ola de calor, y en silencio en la sombra de su salón, tumbados cada uno en un sofá, respirábamos. Puede que también nos odiáramos un poco, pero nos habían dejado nuestras respectivas parejas: Mateo y Ángela. Hablábamos de ellos, como terapia, y por hablar de algo. Al menos estábamos acompañados. Espero que a día de hoy, esté bien y feliz, y vivo. Yo estoy lo último. Había noches que se alargaban y dormía en su casa. Cada uno en un cuarto, y yo en el que me correspondía, echándole de menos en la otra punta. Yo le regalaba mucha ropa, casi nada le gustaba. Un día fuimos a la feria, las luces reflectaban en nuestras caras pálidas de interior. Montamos en el barco vikingo. Los dos metidos en la jaula. Un barco zarandeándose de izquierda a derecha, como monitos en el zoo de nuestra ciudad. Porque ante todo, aquel verano, éramos animales, salvajes y bellos. Ninguno ganó para el otro un peluche en la tómbola, ni nos invitamos a sangría. Éramos independientes en la celebración, éramos nuestros débiles guardaespaldas. Quizás lo único que nos unía era tener la misma talla. Una mañana, al abrir la puerta, apareció su rostro con la mejilla rajada de sangre. Había tenido una pelea la noche anterior y un loco le había reventado un vaso en la cara. Me molestó que no me hubiera llamado en la madrugada. Demostraba que yo no era tan importante. Hice de enfermero durante un mes. Él solo tenía contacto con el médico, el farmaceútico y conmigo. Le leía las críticas de la revista Fotogramas para calmarle. Tuve que morderme la lengua para no decirle que la herida le daba cierto atractivo. Mis pómulos se sonrosaban ante tanta superficialidad. Sentíamos el tiempo a cada paso, como si fuéramos las manillas de un reloj. En posición fetal pasaba las tardes, y yo como Mary Shelley, adoraba a mi monstruo. Aquella cicatriz futura fue el principio del fin de lo nuestro. Él se sentía menos guapo y más acompañado por sus gasas y por sus médicos. Cada vez nos unían menos cosas. Yo no era una mujer. Y él tampoco, para ser mi amiga. Encontré trabajo en la ciudad y a los tres meses decidí emigrar a Francia. No recuerdo la última vez que nos vimos. Todos los días de aquel verano fueron iguales. Él fantaseaba con ir a intentar rehacer su vida en Barcelona. Espero que esté allí, y que aquella cicatriz, inevitablemente, no le recuerde a mí, o si es así, que le recuerde a nuestros días juntos, tranquilos, en paz, en la sombra del interior de su piso.

Padre (cumpleaños)

Enero

Enero Bailo sentado Escribo de pie Es enero, cada uno tiene sus musos La chimenea está en mi cabeza, los troncos son los palos de la vida Hace frío Los dedos tiritantes marcan el ritmo Pero las canciones de la Motown me calientan También limpiar y el vino de Oporto Vagabundo de interior La bata no es suficiente Los calcetines pendientes de secar como palabras heladas Estoy cansado Ojalá pudiera escribir dormido La cara congelada, perfecta El pito pequeño, de tinta Me niego a hacer una fogata en el salón por una sola razón Porque acabaría quemando lo que más tengo: libros de Romain Gary

Calzoncillos

Calzoncillos No son Calvin Klein Pero fueron doblados como paños Son azul cielo No son nuevos, como tú Pero se siguen ajustando Son más bonitos quietos Delicadamente Sobre el galán Pero también lanzados Sobre la estantería de libros Reposando sobre Jean Genet No quise recuperarlos la mañana Siguiente Preferí solo tu olor Lavado a mano Tarzán de algodón Suspensorio de lo nuestro Aquella noche era un pañuelo Blanco de despedida Los tuyos eran negros De noche