Poema Bosque

Herbario de palabras.

Pirámide de murciélagos dormidos.

Ni ritmo de flecha. Ni pasos de corzo.
Ni contoneos de jaguar.

Crece la culebra.
Deseo de soltar leche negra.

Luciérnagas de vacío.

El búho vigila.

Los grillos son los dueños del silencio.

Puntos chillones de crías.
sílabas de grilletes


El lobo calla lamentos de hambre
de musas de carne.

El poema que cae del árbol.
El dolor fijado en la resina.

La alondra.
Los templos malditos camuflados.

El sacrificio del tiempo.

Gotas de lluvia destiñen el papel de bosque.

ESTANQUE

Los álamos al borde del río
Con sus dedos de rama
Tocan el agua y crean círculos
De caricias
De lanzas.

Olitas, surcos empujados
Leche verde

La calma de las piedras rodean
La frontera a lo sumergido

La cuerda floja de patos bobos Que se asoman al abismo de su propio reflejo.

La Rueda de la Fortuna.

Joaquina me ha echado las cartas y ha acertado. Han salido varios arcanos confirmando lo que era evitable por el juego sobre la mesa.
Al barajar, a Joaquina se le escapó una de las cartas al suelo. - ¡Cuál es, cuál es!, - ¡El nueve de copas!, es una buena carta...-dijo.
Yo quería saber algo referente al amor. L'amour, l'amour. En la primera tirada salió El Loco, que me representaba, al borde del precipicio -dijo. Él era El Colgado, a la espera. En la segunda tirada salió La Muerte, invertida. Yo sabía que significaba cambio, y todo pintaba que sería para bien. En esa misma, salieron varias cartas del palo de Oros: dinero.
Joaquina era una perfecta desconocida para mí. Era amiga de mi compañera de piso de toda la vida, y de todo el futuro, supongo. Tenía sesenta años y además me miraba a los ojos. Fue en mi casa y yo estaba completamente en pijama, física y psicológicamente. Justo en el momento que me lo propuso yo estaba probándome una boina a la Tolosa, como la que solía llevar mi abuelo, aunque no la compré por ese motivo. Todo eso pensaba mientras que como un atraco al reto del destino se me imponía el deseo de un futuro mejor o al menos y según lo que me dijera, tener la posibilidad de rebelarme e ir en contra de aquellos designios negativos.
La baraja de cartas era de mi propiedad. Y estaba recién comprada. Pedí las de Marsella sin saber muy bien de que venía eso. Luego descubrí que estaban editadas por Fournier.
El dependiente me puso unas que compré sin rechistar. Luego me arrepentí, y eché un vistazo a otras, y volví a decidir comprar las primeras, como si el hecho de trabajar en una tienda esotérica como dependiente tuviera como requisito leer la mente de los clientes en su compra. Las vitrinas llenas de santos, botes de ungüentos y todo tipo de parafernalia kitsch. Taxidermia de plástico espeluznante. Mientras me cobraba eché un ojo a unos colgantes de motivos religiosos mainstream: la cruz egipcia, el yin-yan. Estuve a punto de comprar el de la Estrella de David, pero la plata me pareció demasiado barata.
Cuando crucé el quicio de la puerta de la tienda, en el centro de Madrid, a cincuenta metros del Kilómetro Cero, escuché de refilón como la mujer parte de una pareja, se dejaba mimar por el dependiente mientras escuchaba que lo que estaba comprando era válido para la ouija. No sé que sería ese "algo", pero imagino que para ellos era algo poseía características "mágicas" y al mejor precio.
Yo quise comprar aquellas cartas porque me impuse a mí mismo la mentira de que quería dibujar a algunos arcanos mayores. Esa idea, ya la realicé hace años dibujando La Templanza en la moleskine, representada por una especie de ángel cósmico intercambiando vino entre dos copas que portaba en cada una de sus manos.
Esta vez, estaba interesado en dibujar, quizás, La Rueda de la Fortuna.
Después de que el dependiente subiera y bajara las escaleras de tres metros aprox para entregarme mis futuras cartas intenté ser lo más siniestro posible para divertirme y para no desentonar. Me llamaban la atención de forma natural, los minerales, pero todos estaban cubiertos de una misma pátina que les hacían brillar a todos por igual. También algunos péndulos, que como las cartas del Tarot, me gustaban como puro objeto, como objeto de diseño.
El resto de casquería mágica, todas aquellas vitrinas repletas, estaban cerradas con llave. No entendí eso a nivel metafísico. Los poderes podrían escaparse, deduzco.
Antes de irme, y por dejar un buen sabor de boca al dependiente que me observaba con una mezcla de curiosidad, excitación e ingenuidad, reparé en algo que parecían ser unas cajuelas que me hicieron pensar en las cenizas de los muertos. Se lo comenté para incomodarle y me respondió: -Vendemos algo específico para eso, una especie de cuencos en los que se meten, se conservan y se cuelgan del techo a modo de decoración.
MCGREGOR tomaba el té como si estuviera muerto, es decir, lo hacía tan en silencio y tan quieto que parecería tener un brazo y una boca mecánica. Pensaba en realidad, en qué podría pensar. Aquel día, después de tomar dos tazas sin azúcar, se puso su abrigo de seiscientos euros sobre su pijama de sesenta y bajó a la calle a dar un paseo y poner las cosas en orden para llegar a la conclusión sobre cuál sería el primer tema en el que querría pensar al llegar a casa. - ¡Eres un neurótico! -parecía decirle el teckel de su vecina al cruzarse en el ascensor con una mirada ingenua y agitada.
Pero McGregor lo era, un poco o bastante, según con quién comparase su neurosis. Quizás era un ejemplo de templanza en comparación con su compañero de piso. ¡Menudo paseo! Esa era la mejor hora para caminar, en la que sólo los locos y los vagabundos se relacionaban entre ellos. ¡Nubes negras, grises y blancas!

McGregor demostró su cálidad. Cogió la mano de Severine. El armazón de madera era gris y necesitaba pintura, la barandilla era insegura. Gabriel Ernesto había organizado aquella fiesta en la que el tema era "disfrázate de tu locura", inspirado en la forma que tenían los surrealistas para divertirse: imaginación y catarsis. McGregor se disfrazó de neurótico. Su disfraz  consistía en una cabeza de globo atada a su cuello en la que por cada una de las caras dibujó otras con diferentes expresiones. Mathias Fichmann dijo que no le era adecuado, que parecía que iba vestido de doble personalidad, o de vago. Andaba por la fiesta también Lido, que seguía muy de cerca (haciendo zoom con sus ojos azules como canicas dobles hacía McGregor y Severine) y parecía tener un buena salud. Iba disfrazada de ninfómana. Por lo que dijo al saludarles, continuaba corrigiendo las pruebas de su relato " La idiota de la familia". Severine pestañeaba por encima del hombro de MacGregor mientras bailaban. Severine iba vestida de polvo de estrellas. Observaba a Lido con una intensidad calmada y misteriosa que parecía invitarla a algo. Sonaba una canción de Dylan: "her sin is her lifelessness..".

A las 00:00 en punto MacGregor llegó a casa. Charlie, su compañero de piso, estaba sentado en el sofá pintándose las uñas de los pies en ropa interior. MacGregor pensó que no eran sus mejores calzoncillos y además esa desnudez parcial en otoño le parecía una provocación. Saludó tomando un lápiz de la mesa del hall y pinchando el globo. Se sentó a su lado y por un momento hubo un pequeño roce de pieles. - Pinto mis uñas de negro porque el negro no es un color o es un no-color. Hablaron sobre qué habían cenado. Se fueron a la cama a la vez, pensativos, como si uno fuera la mascota del otro. El cuarto de MacGregor, compuesto de mesa-escritorio, silla, cama y armario, parecía centellear en el espacio. Estaba cubierto de purpurina. Charlie había estado allí. Instintivamente, olisqueó si había algo revuelto, si habría estado buscando algo. Tampoco podía suponer qué sería tan importante como para entrar en su intimidad. Pero por el contrario, le invadió un aire de satisfacción el hecho de que hubiera estado allí. Se le hinchó el pecho del disfraz.

A la mañana siguiente, a la hora del té, McGregor estaba de un humor exultante, exhuberante. Añadía a todo lo que decía una cadencia particular, de color negro, amarillo o rosa palo. Charlie miraba por encima del hombro de MacGregor mientras hablaba con él, distraído en el reloj de cuco, que estaba a unos segundos de marcar 17:00. - La fiesta fue un bello caos. - Ajá.- Severine me permitiço sólo un baile. Sentí que yo era su Bob Dylan y ella mi Joan Baez.
Charlie se retiro al baño. McGregor siempre había observado que pasaba horas enteras encerrado allí. Como supo que tendría que esperar, deció dar otro de sus paseos con el pijama bajo el abrigo. Al volver, y al abrir la puerta, ojiplático reparó en que Severine se encontraba en el sofá pintándose las uñas. - Me pinto las uñas de negro -dijo - para debatir con quién me pregunta si es un color o no. - ¿Qué haces aquí?. - Vivo aquí, estuve en el baño, ya sabes que es mi momento zen. Quería agradecerte que hayas comprado ese bambú para decorar la repisa. Queda muy bonito junto a la radio. Muy acogedor.
McGregor no supo qué responder. Ese bambú se lo había regalado a Charlie. Hierático como una momia recién resucitada, y como con un crujir de huesos, se dirigió a su cuarto, mesa, silla, cama y armario, y en medio de aquella constelación de madera se preguntó que estaría ocurriendo. Lo importante era que Severine estaba allí. Pensó que en la próxima fiesta de "Disfrázate de tu locura" tendría que ir vestido de otra cosa.