La Rueda de la Fortuna.

Joaquina me ha echado las cartas y ha acertado. Han salido varios arcanos confirmando lo que era evitable por el juego sobre la mesa.
Al barajar, a Joaquina se le escapó una de las cartas al suelo. - ¡Cuál es, cuál es!, - ¡El nueve de copas!, es una buena carta...-dijo.
Yo quería saber algo referente al amor. L'amour, l'amour. En la primera tirada salió El Loco, que me representaba, al borde del precipicio -dijo. Él era El Colgado, a la espera. En la segunda tirada salió La Muerte, invertida. Yo sabía que significaba cambio, y todo pintaba que sería para bien. En esa misma, salieron varias cartas del palo de Oros: dinero.
Joaquina era una perfecta desconocida para mí. Era amiga de mi compañera de piso de toda la vida, y de todo el futuro, supongo. Tenía sesenta años y además me miraba a los ojos. Fue en mi casa y yo estaba completamente en pijama, física y psicológicamente. Justo en el momento que me lo propuso yo estaba probándome una boina a la Tolosa, como la que solía llevar mi abuelo, aunque no la compré por ese motivo. Todo eso pensaba mientras que como un atraco al reto del destino se me imponía el deseo de un futuro mejor o al menos y según lo que me dijera, tener la posibilidad de rebelarme e ir en contra de aquellos designios negativos.
La baraja de cartas era de mi propiedad. Y estaba recién comprada. Pedí las de Marsella sin saber muy bien de que venía eso. Luego descubrí que estaban editadas por Fournier.
El dependiente me puso unas que compré sin rechistar. Luego me arrepentí, y eché un vistazo a otras, y volví a decidir comprar las primeras, como si el hecho de trabajar en una tienda esotérica como dependiente tuviera como requisito leer la mente de los clientes en su compra. Las vitrinas llenas de santos, botes de ungüentos y todo tipo de parafernalia kitsch. Taxidermia de plástico espeluznante. Mientras me cobraba eché un ojo a unos colgantes de motivos religiosos mainstream: la cruz egipcia, el yin-yan. Estuve a punto de comprar el de la Estrella de David, pero la plata me pareció demasiado barata.
Cuando crucé el quicio de la puerta de la tienda, en el centro de Madrid, a cincuenta metros del Kilómetro Cero, escuché de refilón como la mujer parte de una pareja, se dejaba mimar por el dependiente mientras escuchaba que lo que estaba comprando era válido para la ouija. No sé que sería ese "algo", pero imagino que para ellos era algo poseía características "mágicas" y al mejor precio.
Yo quise comprar aquellas cartas porque me impuse a mí mismo la mentira de que quería dibujar a algunos arcanos mayores. Esa idea, ya la realicé hace años dibujando La Templanza en la moleskine, representada por una especie de ángel cósmico intercambiando vino entre dos copas que portaba en cada una de sus manos.
Esta vez, estaba interesado en dibujar, quizás, La Rueda de la Fortuna.
Después de que el dependiente subiera y bajara las escaleras de tres metros aprox para entregarme mis futuras cartas intenté ser lo más siniestro posible para divertirme y para no desentonar. Me llamaban la atención de forma natural, los minerales, pero todos estaban cubiertos de una misma pátina que les hacían brillar a todos por igual. También algunos péndulos, que como las cartas del Tarot, me gustaban como puro objeto, como objeto de diseño.
El resto de casquería mágica, todas aquellas vitrinas repletas, estaban cerradas con llave. No entendí eso a nivel metafísico. Los poderes podrían escaparse, deduzco.
Antes de irme, y por dejar un buen sabor de boca al dependiente que me observaba con una mezcla de curiosidad, excitación e ingenuidad, reparé en algo que parecían ser unas cajuelas que me hicieron pensar en las cenizas de los muertos. Se lo comenté para incomodarle y me respondió: -Vendemos algo específico para eso, una especie de cuencos en los que se meten, se conservan y se cuelgan del techo a modo de decoración.

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