Unicornio (Juan Ramón Jiménez)

Desperté antes de lo debido y quise aprovechar para ver el amanecer sobre el horizonte del campo. Los grillos todavía cantaban. En la pequeña parcela donde estaban los caballos había cuatro blancos. Pareció que uno de ellos quería acariciarme y comenzó a acercarse a mí elegantemente mientras jugaba nervioso al tenis intentando trinchar una abeja con lo que parecía ser un cuerno de ¿marfil? Tuve que frotarme varias veces los ojos para focalizar correctamente lo que estaba viendo. Me pellizqué otras tantas veces en el brazo. A cada cabriola era más visible el cuerno. El sol aparecía en escena y la piel del caballo era lunar. No estaba preparado para un momento así vestido con un pijama. Resopló tan cerca de mi cara que nuestros flequillos saltaron graciosos dejándonos a lo Verónica Lake. Pude acariciar su morro y era suave como el terciopelo. Recuerdo que le dije que fuera mi Platero y yo creo que me entendió. Pero noté como no le agradó mi comentario que resonó en el silencio de la dehesa. Por lo visto nunca le gustó cómo Juan Ramón Jiménez había tratado a Zenobia Camprubí. Me retó. Yo no tenía ningún arma punzante para defenderme a duelo, ya dije que estaba en pijama. Fue hacia atrás cogiendo carrerilla para saltar la parcela y hacer a saber qué. Vociferando, le dije que no, que quería que fuera mi Rocinante, o mi Babieca, o mi Pegaso. Yo creo que me entendió. De pronto, calmado, volvió al grupo de los otros tres caballos blancos y yo ya cegado por el sol abrasador del agosto extremeño, me dirigí temblando como un flan a la sala principal de la casa, donde me senté en el sillón más mullido y respirando profundamente, me levanté y me dirigí al rincón de la biblioteca donde extraje de la fila de libros un ejemplar de la Conciencia Sucesiva de lo Hermoso

(para llevármelo a la biblioteca de la casa de la ciudad). 

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