La borrachera de aquella noche en Montmartre tuvo que ser demasiado fuerte como para acabar como un
náufrago. No le importó verse rodeado de azul, al contrario. Y si el cielo y el mar iban a ser a partir de
ahora sus músicos, firmaría el contrato sobre arena. Jim era el náufrago más sexy de toda la isla si no
fuese porque era el único. Hacía riffs con las ramas de las palmeras, cazaba lagartos para fabricarse
pantalones, y en las noches, fogatas: calientes puertas de la percepción. Deseaba broncear a su padre y
prepararle un daiquiri a su madre, y cuando se desplomaba poseído por algún espíritu autóctono, caía en
lo mullido del musgo y no sobre lo rígido del escenario. Construyó un piano Rhodes con conchas. Y
aunque mirada al horizonte en busca de un motel que fuera cómodo, Jim saltaba sobre las tablas de la
Tierra, y agradecía a su público, los tucanes, esa tumba sofocante en la que se había convertido su hogar
eterno, y que fue el principio del microrrelato de su nueva vida, hermoso amigo, y para nosotros el final
del mismo, sus únicos amigos. Jim sigue vivo y bebe whisky con los ángeles.
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