No quería desnudarme. No tenía nada de lo que arrepentirme, pero no quería desnudarme. Pero el pudor se marchaba progresivamente con cada sorbo de champán, saludándome con un pañuelo blanco ondeante. Sentado en una banco de madera de pino letón, observaba al resto. Estábamos en una cabaña, todos ellos y ellas merodeaban, charlaban en silencio, se sumergían en la piscina. Estaba preciosamente iluminada. Yo no quería desnudarme. Vincas se paseaba por cada esquina. Era pintor. Me había mostrado antes, durante la cena algunas fotos de sus cuadros de bodegones: granadas, rábanos, flores. Sus tirabuzones de rabino chorreaban y se alisaban por el peso del agua. Decidí desnudarme y meterme, sólo por la mera curiosidad de cómo se proyectaría la luz de la piscina sobre mi cuerpo buceando. Rápidamente me metí en la sauna. Yo no quería adelgazar, no quería quemar grasas. La sauna era como una piscina de bolas en el infierno. A los cinco minutos me fue insoportable soportar el calor. Volví al salón de la piscina. Algunos comían canapés. Bebí otra copa de champán. Me sumergí de nuevo en la piscina. El agua estaba fresca. Goteábamos. Me puse de nuevo el bañador. Vincas se acercó a mí y me dijo - Afuera está nevando, el lago está helado. Salgamos. Ya sé por qué a Vincas no le costaba ligar. Le acompañé andando con las rodillas juntas. El frío calaba mis pulmones a cada inspiración. Abrimos la puerta de la cabaña y allí estaba. Un hermoso gato negro revolcándose sobre la nieve.

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