Recuerdo perfectamente cuando tenía buena memoria. Siempre ganaba al Trivial Pursuit. Me convertí en la agenda personal de mi padre. Conseguía recitar de un tirón todos los poemas de las antologías de varios poetas, incluido Ezra Pound. Evocaba con el ritmo de una catarata la lista de las mil y una películas que había que ver antes de morir de Taschen. No necesitaba tirarle la antigua guía telefónica a nadie a causa de una pelea, se la declamaba. Recuerdo perfectamente que a veces utilizaba mi memoria para ligar. No era tanto el interés hacia la otra persona sino la demostración de una retención que resultaba sexy. Si alguien mentía, le hacía una fotografía visual del argumento que lo contradecía. La gente se divertía, yo siempre tenía en la cabeza un repertorio de sinónimos y antónimos. Y de insultos. A cambio de material de pintura, mis conocidos me retaban a estudiar tochos de las materias más aburridas. Incluida por qué las pulgas de los perros saltan más que las de los gatos. Lo que no recuerdo es como dejé de tener buena memoria.

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