Enterrado vivo cartucho HP304

Después de una intensa jornada de trabajo, para desconectar un rato de los papeles, vi como algo natural encerrarme en uno de los armarios que había en la oficina, ya a esa hora vacía y ese armario, el de la papelería, lleno. Yo era el empleado perfecto. La oscuridad agradaba ante tanta exposición de luces artificiales que se apagaban automáticamente fuera, pantallas de ordenador que desaparecían, teléfonos móviles que se convertían en ratones, y televisiones y cámaras mudas. Un poco de silencio, en mi opinión, me vendría bien ante tanto estrés, y no quise esperar a llegar a casa. Decidí que el armatoste más adecuado, más fresco de temperatura, era ese cubículo personalizado. El yugo de la corbata ya daba calor. No entendí por qué, ya que era de rayas marineras. Codo a codo con las grapas y las grapadoras, cabía de pie, mis metros cuadrados de cuerpo bien encajados. Me sentía un poco justo pero merecería la pena la tranquilidad. No sé si me quedé traspuesto por el olor a agendas nuevas pero sentí como alguien tiraba tierra sobre mí con una pala. Quién iba a tener semejante herramienta en esta oficina tan elegante, enmoquetada, con vistas al Santiago Bernabéu. Me relajó durante un momento que la gravilla chocara contra la puerta de pino canadiense y no contra mí. Pero en seguida, el sonido de los montones de arena se acumulaba. Puede que la enterradora fuera la recepcionista pues era la última que se marchaba. Pude oler desde fuera su perfume. Yo siempre la saludaba. No había terminado el informe. Pero alguien empezó a leerlo en alto. Oía sollozos. Soltaban alabanzas que no aceptaba. Las coronas de flores al menos endulzaban. Escuchaba de fondo como se repetía la palabra infarto pero yo no había terminado de redactar aquel informe, y en ningún momento ese balance de activos y pasivos era mi testamento.

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