Por mi pulpa
Mi familia pensaba que era un pulpo. Mis reflejos extraordinarios daban
una extraña impresión. Pero no lo era. Teletrabajaba y también conseguía
preparar un bizcocho que sabía a cielo. Con el rabillo del ojo, tomaba
el control de mi oficina conyugal. Mis hijos, Mateo de siete años y
Magda de diez, creían que era un pulpo. Sorprendía mi visión periférica.
Pero era más bien una capitana de barco en ese conglomerado de
apartamentos renovados, espaciosos, oceánicos de mármol. Yo deseaba
estar en otra parte, en alguna playa de la costa africana, y quizás,
hacer submanirismo. Las madres, trabajadoras y pulpas, también desean
estar solas a veces, respirar, y tener un momento de reposo en el cuál
poder regocijarse en el amor que se siente por la familia, por el
trabajo y por una misma. Quería mantenerme en forma, pero sólo me daba
tiempo a utilizar el peso de las bolsas de la compra para hacer músculo.
El perro, Dandy, se convirtió en mi confidente cuando dábamos paseos.
Mi cabello se volvió un poco más blanco, quizás vi un fantasma, quizás
me vi reflejada a mí misma en el espejo. Supuse que me sentaba bien.
Jugaba con los niños a la familia Adams. Un día, en pleno ataque de
estrés, regando las plantas, mi marido me dijo: quería que fuéramos toda
la familia a Galicia de vacaciones, pero como eres un pulpo, nos da
miedo que te coman. Pedí el divorcio, tomé un vuelo a Mozambique y en
una de sus playas, me convertí en una sirena independiente.
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