II.
El menú continuaba sirviéndose en el salón pero se esperaba con
expectación a que Baba degustase su primer plato: una antorcha. Pero a
él le apetecía comer ostras. En una esquina del salón se superponían
cuatro o cinco damiselas que lo fusilaban con la miraba por encima de
sus abanicos. Asistían al encuentro llevadas por el morbo de ver a un
hombre tragarse una antorcha sin aliñar. Baba tenía la bola de fuego a
diez centímetros de su barba (falsa). Se puso de perfil
frente al público, simuló que introducía la antorcha poco a poco en su
boca. Por el calor, el pegamento que la sujetaba a la piel de su cara se
deshizo y el amasijo de pelo cayó al suelo descubriendo una tez pálida,
un mal rasurado en la perilla. Las damiselas se avalanzaron sobre ella
como si fuera una ramo de novia. La mentira que escondía tras su
personaje fue suficiente para que se apiadaran de él. Madame Neuville
ordenó que se le sirviesen doce ostras completamente cerradas. La
audiencia disfrutaba con el hecho de que no pudiera abrirlas. Reían y
aplaudían. El fakir habría preferido la humillación de haberse abrasado.
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