«YO OS DECLARO MARIDO Y EDIFICIO»

Estoy enamorado de un edificio. No es que me guste sólo arquitectónicamente, si no que también de forma sentimental, es decir, me gustaría llevármelo al cine y agarrarle de la mano. No cabría en un cine, es una mole, pero lo veo cada mañana, lo puedo ver desde la ventana. Es mi vecino de enfrente. Le guiño el ojo pero sigue impertérrito sin devolverme el guiño. Paso por debajo y lo venero. Es perfecto para mí, lo que siempre he buscado: está cuadrado, parece inteligente, sus ventanas están abiertas, tiene una azotea amueblada. Puedo ver que se relaciona con mucha gente, ejecutivos sobre todo pero yo soy otra cosa, los polos apuestos se atraen. Quiero casarme con un edificio, y tener hijos, un coche y un perro. Es tan elegante en su hall de entrada, tan bien iluminado durante la noche. Es un poco mayor que yo, veinte años por lo menos. Sus padres son dos hombres, dos arquitectos. Me gusta que venga de una familia progresista. No sé cómo decírselo. Cómo declararme. Quizás gritarle mi amor con un magnetófono, o meter en todos sus buzones cartas de amor. Si tuviéramos hijos supongo que tendríamos un pequeño estudio bohemio de vigas industriales. Si tuviera que declararme, me asomaría al exterior desde alguna de sus ventanas como en Romeo y Julieta con la diferencia de que Romeo sería la propia ventana en la que me asomaba. Habrá gente que esté enamorada de su teléfono móvil, de su bicicleta, de su coche, de sus zapatos, de su monitor de gym, pero yo lo estoy de un edificio y no quiero hacerle daño provocando un terremoto de tanta pasión.

Salón de campo (chimenea)

LA CHIMENEA es una enorme radio de mármol de frecuencias de marcos del pasado, como bolas de cristal de madera que adivinan lo que ya todos sabemos: pigmentación de caras de plata los sombreros de paja colgados como fantasmas con cabeza, insolados de verano, lacios de lazos cumpliendo otra función que no es: rellenar el vacío los jarrones que pesan sudor de manos agrietadas, con secretos dentro que los convierten en instrumentos musicales, el oro del reloj de ciervos marca berridos supersónicos: no importa las dos de la tarde {hay un cuadro dado la vuelta nadie sabe nadie pregunta es un recuerdo castigado la silla de mimbre es tan baja que a uno lo pone al nivel del fuego el fuego es más alto el fuego es un palacio} el bolígrafo ha reventado en el bolsillo del jersey de punto, es insalvable, la tinta gotea sobre la alfombra el lamparón es un poema que mancha, que no ilumina que oscurece, que no podrá salvarse de la ceniza.

Mente en blanco

veo un pulcro muro, no hay grafitis, no pienso, mi nombre es Nada, o Alejandra Pizarnik, ojalá la flecha roja a la diana negra, ni siquiera es presente el reloj, no puede medir, estoy emparedado entre lo cósmico negro del globo ocular de hielo de frente de nieve, mudo de sangre, el té se congela antes de caer al suelo, reflexión de animal, reflexión de pinchazo, flexión de mármol, el sendero es tan ancho que lo abarca todo kilómetros de profundidad en el océano, agujero pálido, casa de conejo negro, azúcar de galaxia, ni aleteo de mariposa, ni guiño, ni impulso lechoso, el tiempo es una cabeza de alfiler plateada, instante de purgatorio, instante de vírgula de eñe que desaparece, no hay ni fondo ni forma detrás de este muro blanco, instante de polinización mental inerte sobre mi vida.

No-barbacoa

entre cuatro muros verdes como cárcel de contemplación la barbacoa vacía de carne es un féretro el zumbido de la depuradora produce mantra al columpio le pesa el bikini todavía húmedo parece que a las moscas no les gusta las portadas de las revistas del corazón tiradas sí lo dulce de las plantas de mis pies sucios de higos dulces espachurrados los perales preparados para parir globos de gotas gordas amarillas de compota han matado a algún pájaro, las plumas cortan el papel azul del cielo cuando caen el silencio de las esquinas no rematadas aún con granito ocupan gnomos insectos como monstruos que destruyen ciudades al microscopio la regaderas, teteras por el suelo sometes las manos dibujando un mapa interior en la hierba para no expresarme lo que sientes arde de verde y negra la vista al sol truena hacia las antenas del pueblo, a lo lejos, como palmeras después de un incendio.

h-o-l-a

Nadie va a leer esto Ni siquiera yo porque lo estoy escribiendo Se pierden como lágrimas en la lluvia, ok, No puedo llorar, entonces como palabras que se pierden en la pantalla Estas palabras son importantes por ellas mismas, aunque no se lean Están escritas, están creadas, no son invisibles Aunque no sean importantes ahí están, aunque sean para juzgarlas Hola, critica ahora una h una o una l una a Lánzale flechas de pensamientos negativos Escúpeles razonamientos mucho más llenos de sentimiento que la propia palabra vacía que he escrito, gracias a mí has creado un texto mucho mejor, de nada

barrio de madrid

Hoy he visitado veinte años después los sitios donde viví Y donde a la vez no viví porque vivía en un lugar en mi cabeza donde el sofá imaginario era el futuro No sentí nada y nadie me pinchaba Los momentos bajos del pasado me rozaban las extremidades como burbujas de jabón Nada, todo, era el ahora con respecto al ayer Tan joven tan guapo tan deprimido Quien dice que soy el centro del mundo más que yo La heladería continúa, algunos árboles continúan, algunos árboles Nadie se acuerda de mí, sobre todo, porque nunca saludaba, nadie se acuerda de mí, porque nunca maté a nadie, porque nunca me fui sin pagar de los bares El barrio al que pertenecí me ha olvidado Es el peor olvido, porque yo lo recuerdo a él Porque hace veinte años a los veinte años era como vivir en un túnel en el que muchas luces asomaban Nada podía perder, ahora continuo sin perder nada, nada ha cambiado, ¿Cambiará? Cuando dentro de otros veinte años vuelva a visitar ese barrio donde viví a los veinte años.

Alba de Albal

El despertar es volver a nacer sólo quiero dibujar o hacer collage esperanza es el café y no me arrepiento de nada Da igual el tiempo que quede para ir a trabajar, el sol ya ha salido, las pesadillas han acabado, la realidad es mejor nunca nocturno, nunca insomne la mañana es la resurrección de la creatividad, de los pensamientos colocados en su sitio, donde sea para descolocarlos sobre el papel

Bolsillos

Bolsillos No tengo nada en los bolsillos Aunque insista, e indague y profundice No hay nada Hay tela, raída, gastada de tanto buscar Recuerdo cuando estuvieron llenos De monedas que rozaban los testículos o de billetes que acariciaban los testículos Hubo un día en el que en mi bolsillo hubo un papel en el que estaba escrito tú número de teléfono
"Me siento eléctrico. Me he transformado en un teléfono inteligente. Al menos una de las dos cosas me ha venido bien. Lo peor es el cargador: me siento como si estuviera atado a una correa de perro o encarcelado con una cadena al cuello. La corbata incomodaba menos. Pero está bien, me llena de energía mientras estoy bajo de datos y no tengo nada que decir. Cuando no tengo cobertura no puedo quedar con mis amigos: no me entero. Y nunca me apago. Siempre estoy encendido. Mis conocidos echan de menos la época de los sms. A veces los WhatsApp te cogen en el baño y el doble check me pilla estando en la ducha, a punto de electrocutarme. Soy buen amigo. Mi pecho es táctil, siempre lo fue. Pero ahora es una pantalla llena de apps de diferentes colores. Spotify y X coinciden con mis pezones e Instagram con el ombligo. Vibro. Mis ojos son cámaras. Me han pegado stickers de unicornios por todas las extremidades. Ya nadie me llama y mis oídos lo agradecen pero tengo miedo a que las videollamadas me expongan de cintura para abajo. Voy en pantalón de pijama. Me gusta que me utilicen como notas. Desde la lista de la compra a poemas malos. Google es mi dios. Lo sé todo. El tiempo, las últimas noticias. Los tiktoks de los influencers me dan dolor de cabeza. Dejadme en modo avión. Y no me robéis, es un disgusto. Pasar todos los contactos a otro cuerpo desgasta mucho. Hay mucho cable que cortar con esta transformación. No imagináis a toda la gente que tengo bloqueada. Siento un nudo de auriculares por esta razón. Me cuelgan al cuello y me pasean, siempre estoy cerca de otro cuerpo. Me he convertido en una extensión corporal de alguien que cada vez más deriva a un cyborg. Pronto moriré de obsolescencia programada. Van a sacar un Juan Dando 15".

Autógrafo

Ya completamente convertido en Juan Dando y echando de menos su forma pasada de cucaracha, sintió su cuerpo cansado como un acordeón antiquísimo. Con los ojos como platos fijos en la pared, comía una bolsa de Doritos digiriendo los últimos acontecimientos. No quería volver a transformarse aunque fuera en Brad Pitt. Pero al instante sus glúteos se endurecieron, la punta de su nariz comenzó a levantarse levemente y sus ojos se tornaron verdes. No supo si experimentó miedo o admiración al tocarse la cara y comprobar que su mandíbula era cuadrada. El reflejo del espejo del salón no mentía. Era rubio y era Brad Pitt. Tanta belleza simétrica le pesó desde el primer instante. Juan tenía esa mañana una cita importante antes de entrar a trabajar: iba a vender un par de collages de cafeteras a una clienta que no conocía personalmente. ¿Cómo reaccionaría aquella compradora de arte al ver que aparecía el señor Pitt con un par de A4s envueltos en papel de periódico? Brad Pitt bajó las escaleras rápidamente como si fuera detrás de Thelma y Louise para salvarlas. Durante el trayecto en el metro le fue imposible camuflar su cara bajo aquel librito escrito por Norman Mailer y su pecho con un sombrero de cowboy. Llegó a su cita en el Café Comercial rodeado de una marabunta, chicos y chicas y señoras y señores y niños y niñas y ancianos y ancianas que lo jaleaban. Tuvo que ser rescatado por el camarero de pajarita y servilleta en el antebrazo, que lo recibió en la puerta giratoria y lo introdujo por el pescuezo al interior. Allí sola, sentada y apoyada en la mesa de mármol más lejana se encontraba la compradora. Al acercarse Brad Pitt sudoroso, jadeante y desesperado, casi le da un infarto. No se lo esperaba. Brad posó triunfante los collages al lado de la taza de café y le comentó entrecortadamente y marcándose sus hoyuelos en la sonrisa que allí los tenía. Ella los desenvolvió nerviosa y fascinada por la visión de los papiercollés de mokas que había decidido adquirir, asintió y le dijo que por favor los firmara. Brad sacó de detrás de una de sus orejas un bolígrafo y escribió en las esquinas de cada una de las hojas: CON CARIÑO, JUAN.
Ya completamente convertido en cucaracha, nada peor podría pasar. Encajado como pudo en la butaca, pringándola de manchas viscosas, reflexionó: al menos el mundo estaba lleno de basura entre la que olisquear. Pero al dirigirse con sus patitas como si fuera un tanque crujiente al baño, se miró al espejo, y se percató de que crecía un flequillo a lo Beatle sobre sus antenas. Estaba de nuevo mutando. ¿En qué? Nada podría ser peor. Sintió que los ojos se almendraban y la boca jugosa de piñón apretaba. Quizás ninguna otra cucaracha querría besarle. Se había hecho a la idea de que sí hubiese una destrucción nuclear, él iba a sobrevivir. Pero cada vez menos no. Las patitas delanteras se juntaron formando dos bracitos pero igual de fibrados. Y las patitas traseras se juntaron como dos piernas bonitas de bailarín. Ya no podría deslizarse boca abajo sobre el techo, ni lanzarse directamente desde la lámpara a la cama. El salto de la cucaracha. De reojo observó la cafetera y le apeteció un cortado. Se le creó un cuello fino con una nuez pronunciada. La esperanza crecía y aprendió a ser bípedo de nuevo como si se dieran los primeros pasos de un bebé. Miró de reojo el armario y le apeteció vestirse. Esos días habían sido desnudos. Incluso un foulard. Asustado ante tanto cambio, decidió reposar para ver si aquello pasaba. Esa tarde, al despertar de un sueño intranquilo, ese insecto monstruoso, se encontró en el chaiselongue transformado en Juan Dando.
Una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Juan Dando se encontró en la cama transformado en un insecto monstruoso. De primeras no supo si era un grillo doméstico, un escarabajo del estiércol o un saltamontes, pero sí intuía que en algunos países podrían comérselo recubierto de chocolate. Como vivía solo, nadie se percató de su cambio, y al asomarse por la ventana desde el décimo piso, un transeúnte que por casualidad miró hacia el cielo, lo vio y pensó en cómo estaba Madrid, en que se estaba convirtiendo cada vez más en Nueva York, donde las ratas y las cucarachas cada vez eran más grandes, hasta el punto de que se echaban un cigarro en la ventana. Juan, pensó que en breve despertaría de aquel sueño, siempre tuvo mucha imaginación, pero ni pellizcando sus antenas se alteró aquella realidad crujiente y babosa. Al menos coincidió que tenía ese día libre en el trabajo. Ganó en lo que consideraba algunos superpoderes. Si fregaba el apartamento, mientras se secaba, podría estar colgado de la pared sin pisar un ápice las baldosas. Decidió bajar a la portería a preguntar al portero si tenía alguna carta de alguien que nunca le escribiría o algún paquete que no había pedido, simplemente era una excusa para saber si su nuevo aspecto impresionaba tanto. Dando intentó camuflarse con la bata y las pantuflas, y bajó mirándose en el espejo del ascensor repitiéndose que era un mero mal día, que podría excusarse con el portero con que llevaba mucho tiempo haciendo collage. El señor en cuestión no vio nada de eso. Con salir del ascensor casi le da algo. Gritó tan fuerte que sus gemidos los escucharon los ejecutivos de las Torres KIO. Juan también se asustó, tampoco era justo, el portero tampoco era Míster Universo. Subió por las escaleras bastante ágil con sus ocho patas y antes de volver a encerrarse para que nadie lo viera, tocó a la puerta de su vecina, con la que tenía cierta confianza. La puerta se abrió sola, como dirigida por el viento, y ante la curiosidad de la situación Juan Dando se adentró en el pasillo de la casa, quedando atrapado en una enorme tela de araña, en la que la araña, era su vecina, que también esa misma mañana, al despertar de un sueño intranquilo, se encontró en su cama transformada en un insecto monstruoso.

"Soy del Madrid pero nunca quiero que gane" (para poder dormir).

Vivo cerca del Bernabéu, como Gloria Fuertes. Escribo cuando el perro del vecino ladra, los chicos gritan a la salida de la discoteca, el pastor declama misa al aire libre en la mañana y los hinchas del Madrid celebran en la madrugada. No me dejan dormir y soñar. Uso la incomodidad insomne para crear algún texto que sirva contra la pereza de cuando tengo que escuchar a la musa y no lo hago. Durante la tarde el pequeño perro de caza, solo, en el apartamento, se lamenta durante cuatro horas. Busco en Google cuánto tiempo puede un perro ladrar de desesperación y atención. A las tres de la mañana los chicos y chicas entran en la discoteca con la esperanza de ligar fuera de las redes sociales. A las seis de la mañana salen de la discoteca con cánticos tristes de que no. Al despertar, aprovechando la calma del trafico de domingo por la mañana, el cura que supongo que quiere tomar el sol, da una misa con un micrófono que reverbera por toda la calle de doscientos números. No hay ninguna franja horaria en silencio en el centro de la ciudad. A veces pienso en mudarme a Ávila, pero pronto se me pasa. No puedo pretender estar en un lugar físico y espiritualmente en otro. Quisiera vivir en un invernadero. Ser un guisante. Convivir con otros guisantes en silencio. A veces deduzco que la solución para dormir tranquilo pasa por unirme a cada uno de los grupos. Entrar en la discoteca de adolescentes, proponer al vecino pasear a su perro a las doce, acoplarme a la misa al aire libre como monaguillo vecino o hacerme socio del Madrid. Pero como diría Groucho, no sé si me admitirían. Por eso, escribo palabras: como ladridos, como berridos adolescentes, como salmos, como hala Madrid.

París

***Laurent*** Nada más aterrizar en el Campo de Marte me crucé con aquella estilista de moda tan excéntrica que llevaba siempre gafas de sol y mantilla. Lo tomé como un presagio. Yo sólo pensaba en Laurent, el dependiente del corner de al lado, que siempre me ayudaba con los cambios. Di vueltas alrededor de la Torre Eiffel como un tigre enjaulado hasta que me solté para acercarme a una brasserie y beber una cerveza, belga, y continuar pensando en Laurent, que siempre me ayudada a cuadrar la caja. Me teletransporté hasta la Rue du Bac, donde vivió y murió el escritor Romain Gary. Como un gatito ante la visión de un pájaro me quedé embobado mirando la placa. No recuerdo durante cuánto tiempo. Pero se hizo de noche. Y regresé a tomar el metro por el Boulevard Raspail con la tranquilidad de un gánster. *** Candado gris*** Paseaba cerca del puente del Alma, mi vista favorita hacia la Torre Eiffel. Por supuesto que pensé en Diana de Gales. Me había quedado sin cigarrillos y entré en uno de esos cafés restaurantes de lujo de aquel arrondisement y pedí cambio. Tenían máquina. El camarero me pareció demasiado simpático. Quizás mi francés estaba mejorando. Fumé mis pensamientos al borde del Sena, ¿cómo podía desperdiciar de aquella manera el paseo? El gris del suelo era el mismo en todas las ciudades del mundo, pero ¡aquel gris del cielo! Me teletransporté hasta el Puente de las Artes. Me acerqué a la parte de los candados que cuelgan los enamorados. Era aberrante todo aquel peso. Yo no tenía candado. Justo la tarde anterior había dejado uno dentro de una macetita que reposaba sobre la tumba de Jean Seberg en el cementerio de Montparnasse.
Pitillera 🚬 No es una lata de sardinas Es mucho peor Pensamientos liados Besos de alquitrán No es una caja de cerillas No es un tesoro Es mucho peor Son joyas de humo Es mucho peor No son pájaros en la ventana No son billetes Es mucho peor Son balines contra Uno mismo

El Corte Inglés es el paraíso.

Me habían dado a entender que el paraíso al que iría después de morir sería algo así como la pantalla de inicio de Windows XP, pero mucho más florido, con mis seres queridos en forma de ángeles y con una fauna animal de lo más exótica. También que habría lagos de agua cristalina y nunca sería de noche. Pero la sorpresa que me llevé fue que al morir y atravesar el túnel, la muerte me llevó a la entrada de un Corte Inglés. Las frutas y verduras, de pago; los taparrabos de Ralph Lauren; las aureolas para la cabeza, de Suárez. Buscaba desesperado ante tanta luz artificial a algún familiar y pude divisar a lo lejos a mi abuelo Félix de vendedor en uno de los mostradores de la sección de bellas artes. Mientras, en la vida, mis amigos y hermanos celebraban mi funeral con flores naturales y luego brindaron con cerveza a mi salud, y yo, entretanto, atrapado en la planta 0, atestada de gente que no pisaba el suelo, levitaban con las bolsas llenas de artículos de jardinería, de baño, de cosmética. ¿Para qué tanta crema antiedad? ¡Estamos muertos! En seguida, por supuesto, no encontraba las escaleras eléctricas para subir a la última planta, a la azotea, donde suele haber siempre un cafetería con buenas vistas. ¿Vistas hacia dónde? A cada planta que llegaba era como uno de los círculos de Dante, pero los personajes iban de azul marino, y a veces sonreían y otras no, y paré en la sección de dormitorio porque pensé que quizás si echase una siesta en uno de los colchones (que eran nubes) al despertar volvería a estar vivo, y tranquilo, en mi mecedora, leyendo catálogos de países exóticos que nunca visitaría. Y con este pensamiento, se me ocurrió ir a la sección de Viajes para saber si podría salir de aquel Corte Inglés en el que parecía que estaba condenado a pasar toda la eternidad. La chica que me esperaba en la planta número 4 me recordaba a una compañera del colegio, no me reconoció y tampoco yo sabía que se le había caído un piano de cola sobre la cabeza durante una mudanza. Le comenté amablemente que necesitaba un cambió inmediato, que si podía darme un paquete de pensión completa en la vida. Me miró con extrañeza divertida y me dijo con efusividad: ¿Cómo vas a querer volver a estar vivo con todas las ofertas tan suculentas que puedes encontrar aquí? No es necesario salir del Corte Inglés para viajar. Esta semana estamos en la semana especial de la India. En ese momento supe cuál era mi condena. Vagar entre planta y planta para siempre. Hacer la compra en la sección gourmet y enviando cartas en la pequeña oficina de correos que nunca llegarían a sus destinatarios. Os espero a todos allí, y si podéis programarlo con antelación, hacedme el favor de traerme ropa interior y calcetines del Primark.

Sólo veo perros negros

Sólo veo perros negros Salí a dar un paseo hasta las Torres Kio. Una vuelta al ruedo por el barrio de rascacielos, y sólo veía a dueños paseando a sus perros negros. Quizás los perros negros paseaban a sus dueños. Quizás los dueños eran negros. Quizás me paseaban a mí. Ese triángulo de acompañamiento cada vez que los veía paseaban mis sueños. Sólo quería acariciarles (a los tres, a los cuatro, a los cinco). Quizás yo era mi propio perro negro. Quizás yo era mi propio dueño. Quizás yo era mi propio negro, literario. En ese paseo nocturno, en aquella noche negra de enero, sólo veía perros negros. No eché de menos ver perros blancos. Me puse tan nervioso que estuve tentado de mear en la plaza de Juan Gris, para marcar territorio. ¿Pero éramos esbirros de quién? Dios es negro. Dios es un perro. Dios es un perro negro. Los copos de agua-nieve incomodaban.

Hollywood

Cuando aquella tarde quedé con Pedro, lo primero que me dijo, gritando casi a distancia, después de susurrar "hola" fue: quiero ser actor de Hollywood. Mis cejas hablaron por sí mismas: no sólo deseaba ser actor, sino "de Hollywood". Ahí me di cuenta de que Pedro sufría un leve delirio de grandeza o simplemente una ilusión desmedida que no debería juzgar. -Yo siempre te apoyaré en todo. Para mí Pedro era guapo. Me recordaba a Marlon Brando en un Tranvía. -Es algo muy difícil, pero si crees fuertemente en ello, el proceso será de por sí un triunfo. Sentía que deseaba ser famoso, daba igual la disciplina, al mismo nivel que podría serlo, por ejemplo, un psycokiller. Al ser de mi edad y musculoso, le comenté que daría el perfil para secundario en películas de acción. -¿Cómo que secundario?, ¿Qué eres director de casting? -Sólo quería ser amable. Nos dirigimos a la casa de sus padres (vacía de muebles, sólo un sofá desvencijado, unas matrioskas sobre el televisor y una alfombra turca inmensa). -Siéntate. Lo hice sobre la alfombra. Trajo dos cervezas y dos cojines y nos tumbamos como dos Aladines. Empuñó el mando a distancia como un puñal. - Quiero ver Zombieland. Es una comedia sobre zombies. -Pedro, no te veo como zombie, eres demasiado atractivo. -¿Qué eres, también maquillador?. -No. Si te dieran el Oscar, a quién se lo dedicarías? -Juan, te lo dedicaría a ti.
Recuerdo perfectamente cuando tenía buena memoria. Siempre ganaba al Trivial Pursuit. Me convertí en la agenda personal de mi padre. Conseguía recitar de un tirón todos los poemas de las antologías de varios poetas, incluido Ezra Pound. Evocaba con el ritmo de una catarata la lista de las mil y una películas que había que ver antes de morir de Taschen. No necesitaba tirarle la antigua guía telefónica a nadie a causa de una pelea, se la declamaba. Recuerdo perfectamente que a veces utilizaba mi memoria para ligar. No era tanto el interés hacia la otra persona sino la demostración de una retención que resultaba sexy. Si alguien mentía, le hacía una fotografía visual del argumento que lo contradecía. La gente se divertía, yo siempre tenía en la cabeza un repertorio de sinónimos y antónimos. Y de insultos. A cambio de material de pintura, mis conocidos me retaban a estudiar tochos de las materias más aburridas. Incluida por qué las pulgas de los perros saltan más que las de los gatos. Lo que no recuerdo es como dejé de tener buena memoria.

Cicatriz

Yo era un chico bueno en principio, un chico bueno por fuera al menos. Al contrario, Antonio era un chico malo por fuera, pero sus ojos grandes y azules como estrellas a punto de morir y sus pestañas a veces como mariposas, a veces como murciélagos, delataban su interior. Los dos éramos intensos a nuestra manera. Yo insistía en ayudarle sin tener recursos y él no se dejaba ayudar teniéndolos todos. Sin embargo, dos cosas nos unían: éramos guapos y estábamos solos. Antonio era huérfano y nunca habló de sus padres; yo venía de una familia numerosa y por mucho que las noticias de sobrinos que nacieran yo sentía volver al útero materno. Yo le dejaba caer vestirnos elegantemente e ir a cenar a algún restaurante caro, y él dejaba caer disfrazarnos elegantemente y robar un banco. En los bares yo siempre bailaba mirando el techo y él siempre quieto rígido abanicando el ambiente de humo con el aleteo de sus pestañas. Ninguno de los dos entendíamos el porqué de nuestra amistad. La respuesta espero encontrarla en este relato, aunque a priori simplemente fue el azar, y aquel verano. Yo le recomendaba los libros de Bret Easton Ellis, y él ninguno, quizás algún programa de televisión argentino sobre bromas a ciudadanos comunes. Yo era gay y él, hetero. Aunque una vez nos duchamos juntos, como carcelarios, para ahorrar agua y divertirnos. Me gustaba mucho su cuerpo. Ambos éramos delgados, pero no débiles, espigados. Aunque él tenía pelo en el pecho, que me hubiera gustado tejer. Solía visitarle aquel verano, sobre las cuatro, en plena ola de calor, y en silencio en la sombra de su salón, tumbados cada uno en un sofá, respirábamos. Puede que también nos odiáramos un poco, pero nos habían dejado nuestras respectivas parejas: Mateo y Ángela. Hablábamos de ellos, como terapia, y por hablar de algo. Al menos estábamos acompañados. Espero que a día de hoy, esté bien y feliz, y vivo. Yo estoy lo último. Había noches que se alargaban y dormía en su casa. Cada uno en un cuarto, y yo en el que me correspondía, echándole de menos en la otra punta. Yo le regalaba mucha ropa, casi nada le gustaba. Un día fuimos a la feria, las luces reflectaban en nuestras caras pálidas de interior. Montamos en el barco vikingo. Los dos metidos en la jaula. Un barco zarandeándose de izquierda a derecha, como monitos en el zoo de nuestra ciudad. Porque ante todo, aquel verano, éramos animales, salvajes y bellos. Ninguno ganó para el otro un peluche en la tómbola, ni nos invitamos a sangría. Éramos independientes en la celebración, éramos nuestros débiles guardaespaldas. Quizás lo único que nos unía era tener la misma talla. Una mañana, al abrir la puerta, apareció su rostro con la mejilla rajada de sangre. Había tenido una pelea la noche anterior y un loco le había reventado un vaso en la cara. Me molestó que no me hubiera llamado en la madrugada. Demostraba que yo no era tan importante. Hice de enfermero durante un mes. Él solo tenía contacto con el médico, el farmaceútico y conmigo. Le leía las críticas de la revista Fotogramas para calmarle. Tuve que morderme la lengua para no decirle que la herida le daba cierto atractivo. Mis pómulos se sonrosaban ante tanta superficialidad. Sentíamos el tiempo a cada paso, como si fuéramos las manillas de un reloj. En posición fetal pasaba las tardes, y yo como Mary Shelley, adoraba a mi monstruo. Aquella cicatriz futura fue el principio del fin de lo nuestro. Él se sentía menos guapo y más acompañado por sus gasas y por sus médicos. Cada vez nos unían menos cosas. Yo no era una mujer. Y él tampoco, para ser mi amiga. Encontré trabajo en la ciudad y a los tres meses decidí emigrar a Francia. No recuerdo la última vez que nos vimos. Todos los días de aquel verano fueron iguales. Él fantaseaba con ir a intentar rehacer su vida en Barcelona. Espero que esté allí, y que aquella cicatriz, inevitablemente, no le recuerde a mí, o si es así, que le recuerde a nuestros días juntos, tranquilos, en paz, en la sombra del interior de su piso.

Padre (cumpleaños)

Enero

Enero Bailo sentado Escribo de pie Es enero, cada uno tiene sus musos La chimenea está en mi cabeza, los troncos son los palos de la vida Hace frío Los dedos tiritantes marcan el ritmo Pero las canciones de la Motown me calientan También limpiar y el vino de Oporto Vagabundo de interior La bata no es suficiente Los calcetines pendientes de secar como palabras heladas Estoy cansado Ojalá pudiera escribir dormido La cara congelada, perfecta El pito pequeño, de tinta Me niego a hacer una fogata en el salón por una sola razón Porque acabaría quemando lo que más tengo: libros de Romain Gary

Calzoncillos

Calzoncillos No son Calvin Klein Pero fueron doblados como paños Son azul cielo No son nuevos, como tú Pero se siguen ajustando Son más bonitos quietos Delicadamente Sobre el galán Pero también lanzados Sobre la estantería de libros Reposando sobre Jean Genet No quise recuperarlos la mañana Siguiente Preferí solo tu olor Lavado a mano Tarzán de algodón Suspensorio de lo nuestro Aquella noche era un pañuelo Blanco de despedida Los tuyos eran negros De noche