Me senté en una de las mesas del centro de la sala. No llevaba reloj de pulsera, pero intuía que Laura llegaba tarde. Pedí un vaso de agua al camarero. Su uniforme era una mezcla entre el de un botones y un pinche de cocina.
Para calcular el tiempo que pasaba, inventé mi propio método: por cada
sorbo contaba sesenta segundos, así hice hasta que terminé el vaso, y
los sumé a los diez minutos que ya intuía de retraso.
Un fuego, una desesperación me invadió el pecho y decidí levantarme e irme.
Un fuego, una desesperación me invadió el pecho y decidí levantarme e irme.
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