Amantis

Claudine quiso dar una sorpresa, y bandeja en mano, llevó el desayuno a la cama conyugal cuando descubrió al abrir la puerta que su marido se había convertido en un insecto. Pensó que era una excentricidad más de las suyas y mirándole fijamente a sus ojillos negros, apostilló que iría a dar una vuelta a trescientos kilómetros por hora con el Ferrari hasta que se le pasara aquella animalidad transitoria. 

Aún siendo insecto, Paul hizo un esfuerzo extraliterario y balbuceó algo así como que ya que bajaba podía preguntar en el farmacia por algún remedio para lo que le estaba ocurriendo, pero Claudine ya estaba dentro del ascensor, perfilando sus labios de rojo frente al espejo. Iba a tener una cita con su amante, un mes y medio más joven que ella.

Claudine decidió esperarle en la puerta del trabajo. Propusieron visitar la tienda de decoración de su amigo Pascal, y embobada en el asiento del copiloto, no pudo evitar dar vueltas a cómo combinaría una lámpara art noveau con un insecto. 

Paul tuvo una debilidad humana muy rusa: tuvo ganas de jugar a la ruleta. Y aunque en la situación en la que se encontraba todos los números le parecían malos, anheló vestirse y llamar a su mejor socio, que manejaba muy bien los dados. Pero una tristeza crujiente pesaba sobre él, al menos alcanzaba a ver el cielo a través de la ventana: nada superaba los cielos de París, incluso para un bicho como él.

Claudine no dejaba de pensar en Paul. Aun siendo un parásito le seguía pareciendo atractivo. Nunca había tenido las piernas tan delgadas. Pero ¿cómo iba a ponerse ahora los pantalones de pata de gallo que le había comprado hacía una semana, o cómo iba a calzarse si los zapatos le quedaría mil tallas grandes?

Embuída en sus pensamientos entomológicos, después de discutir con su amante ascendente a Ofiuco, y al negarse a ir a comer a un restaurante mejicano, desembocó en el Sena. Observaba las olas marrones en contraste con la misma atmósfera que veía Paul en su encierro invertebrado: gris azulada. Claudine era tan atractiva que todos los chinches de debajo de los puentes querían pegarse a su cuerpo. Le pareció demasiado pedirles consejo. 

El café de la Place rebosaba humo de cigarrillos, y en esa espesura descubrió como su amante amante de los gatos, ocupaba una de las mesas, abatido, convertido en un insecto, intentando atrapar una fajita de pollo, con sus ocho patitas babosas. A Claudine no le sorprendió, se estaba acostumbrando a esas transformaciones, pero entendió la repulsa de las mesas vacías a su alrededor, y se lanzó sobre él compasivamente. Comenzaron a hablar de Mies van der Rohe, eso les pareció amor. 

Pidieron un café y un whiskey y al segundo sorbo, Claudine empezó a convertirse en una mantis. En ese precioso instante, en su cuarto de techo alto y lámpara de lágrimas, y después de mucho esfuerzo, Paul consiguió darse la vuelta y huyó trepando por la pared del hôtel particulier.





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