Peluquería V (Kirk Douglas)

Mi corazón componía un ritmo de taquicardia bastante pegadizo. Sudaba. No iban a cortarme los dientes ni las piernas pero el camino hacia la peluquería se hacía como de paseo de reo. Serían sólo las puntas. El pelo vuelve a crecer. A algunos. El objetivo era animar a los poros capilares. Acercarles a alguien que los entendiese. Apoyar a las patillas en su rebeldía. Que la calva de monje confesase. Al peluquero no le cabía un tatuaje más en los brazos ni en el cuello. Colgaba de la pared una fotografía de estudio en blanco y negro de Kirk Douglas. Al verme en ese estado de nervios cabelludos, el peluquero no intentó calmarme con unas palabras de aliento: me ofreció un cigarrillo. Le dije que no. Me ofreció un puro. Acepté. El sonido de los caminones de carga y descarga en hora punta era ensordecedor. Dejé el puro en el cenicero de suelo cerca de Kirk. Sentía el crecimiento del pelo de la nuca alto, y el ánimo un poco bajo. Mantuvo la raya a raya. El flequillo voluptuoso. Le temblaban las manos, al menos así las panteras negras de tinta lucían en movimiento. Los tijeretazos para aliviar las greñas eran suaves. Me ofreció un vaso de agua. Le dije que no. Me ofreció un café con helado de vainilla. Acepté. Me comentó su deseo de raparme las sienes. Me decepcioné un poco. Me ofreció la posibilidad de elegir entre corte cuadrado o circular. Dudé. Miré a los ojos a Douglas, luego al hoyuelo de su barbilla: circular, le respondí.



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