Pelea. Unidireccional, porque yo me negué a intentar tocar al que me
agredía, porque mirando a sus ojos verdes fijamente, llenos de cólera y
rabia reprimida, preferí convertirme en un muñeco de plástico fácil de
zarandear a intentar defenderme un poco y avivar más aún las ganas de mi
contrincante.
Yo tenía la culpa. La culpa había sido mía. No
sabía lo que hacía. Éste, me cogió por el pescuezo como si fuese una
gallina a la que van a cocinar. Mi jersey era caro, y retocía tan fuerte
mi pecho o mejor dicho el jersey que se ajustaba a mi pecho que comenzó
a deshilacharse. Lo siento, lo siento mucho- repetía yo.
Sus ojos
verdes y abiertos de ira se llenaban de sangre. Él estaba disfrutando
mientras se imponía a mí. Durante unos minutos, no lo sé con seguridad,
porque en esos momentos de tensión el tiempo es más relativo aún, mi
espacio fue la puerta blanca de una cochera, y cada vez que me empujaba
contra ella, un sonido metálico surgía estridente y llegó a relajarme,
pues sus empujones empezaban casi a componer una melodía.
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