Ya completamente convertido en cucaracha, nada peor podría pasar. Encajado como pudo en la butaca, pringándola de manchas viscosas, reflexionó: al menos el mundo estaba lleno de basura entre la que olisquear. Pero al dirigirse con sus patitas como si fuera un tanque crujiente al baño, se miró al espejo, y se percató de que crecía un flequillo a lo Beatle sobre sus antenas. Estaba de nuevo mutando. ¿En qué? Nada podría ser peor. Sintió que los ojos se almendraban y la boca jugosa de piñón apretaba. Quizás ninguna otra cucaracha querría besarle. Se había hecho a la idea de que sí hubiese una destrucción nuclear, él iba a sobrevivir. Pero cada vez menos no. Las patitas delanteras se juntaron formando dos bracitos pero igual de fibrados. Y las patitas traseras se juntaron como dos piernas bonitas de bailarín. Ya no podría deslizarse boca abajo sobre el techo, ni lanzarse directamente desde la lámpara a la cama. El salto de la cucaracha. De reojo observó la cafetera y le apeteció un cortado. Se le creó un cuello fino con una nuez pronunciada. La esperanza crecía y aprendió a ser bípedo de nuevo como si se dieran los primeros pasos de un bebé. Miró de reojo el armario y le apeteció vestirse. Esos días habían sido desnudos. Incluso un foulard. Asustado ante tanto cambio, decidió reposar para ver si aquello pasaba. Esa tarde, al despertar de un sueño intranquilo, ese insecto monstruoso, se encontró en el chaiselongue transformado en Juan Dando.
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