PEDRO Y LA MEDUSA
Hacía tiempo que no veía el mar. Excitado, nada más posar mis posaderas sobre la arena, me quité la camiseta como si me peleara con ella y me incorporé bípedo hacia la orilla. Caminé tres pasos dejando atrás la espuma y las piedras que parecían joyas y dispuesto a tirarme al fondo de ese espejo como un delfín, reparé que algo azul eléctrico danzaba quieto y bamboleante frente a mí. No soy biólogo marino pero reconocí en aquella criatura fascinante y de aquel color que superaba el Klein, a una medusa. Volví a las toallas, dije: me alejo un poco para nadar, hay una medusa. Todos respondieron que me había confundido, que no podía ser, que era imposible, que llevaban yendo años a aquella playa y que nunca habían visto una. Dudé. Quizás había bebido demasiado café. Pero ante la posibilidad de ser electrocutado preferí perderme más lejos y sumergirme con la relativa tranquilidad que te puede dar una pareja jugando apasionadamente a las palas. Nadé a crol, me hice el muerto, buceé hasta que no pude más (reconozco que creo que hice también un poco de pis). De repente, alguien gritó mi nombre a lo lejos, entreabrí los ojos con dificultad, acuosos y salados, y vislumbré a un grupo de bañistas alrededor de algo sobre la arena. Fui corriendo como si fuese de mi pertenencia. Lo más rápido que te pueden permitir los cubos, los rastrillos y las palas. Aparté a los míos y a los no míos del circulo y allí estaba, blanca, blanda, apagada, pegajosa, cansada. Y me arrepentí de haber dicho algo, deseé no haber dicho nada y haberme dejado picar, haber dejado llevarme al hospital, haber estropeado mi primer baño del año, muy a pesar de que la verdad se confirmó.
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