"Me siento eléctrico. Me he transformado en un teléfono inteligente. Al menos una de las dos cosas me ha venido bien. Lo peor es el cargador: me siento como si estuviera atado a una correa de perro o encarcelado con una cadena al cuello. La corbata incomodaba menos. Pero está bien, me llena de energía mientras estoy bajo de datos y no tengo nada que decir. Cuando no tengo cobertura no puedo quedar con mis amigos: no me entero. Y nunca me apago. Siempre estoy encendido. Mis conocidos echan de menos la época de los sms. A veces los WhatsApp te cogen en el baño y el doble check me pilla estando en la ducha, a punto de electrocutarme. Soy buen amigo. Mi pecho es táctil, siempre lo fue. Pero ahora es una pantalla llena de apps de diferentes colores. Spotify y X coinciden con mis pezones e Instagram con el ombligo. Vibro. Mis ojos son cámaras. Me han pegado stickers de unicornios por todas las extremidades. Ya nadie me llama y mis oídos lo agradecen pero tengo miedo a que las videollamadas me expongan de cintura para abajo. Voy en pantalón de pijama. Me gusta que me utilicen como notas. Desde la lista de la compra a poemas malos. Google es mi dios. Lo sé todo. El tiempo, las últimas noticias. Los tiktoks de los influencers me dan dolor de cabeza. Dejadme en modo avión. Y no me robéis, es un disgusto. Pasar todos los contactos a otro cuerpo desgasta mucho. Hay mucho cable que cortar con esta transformación. No imagináis a toda la gente que tengo bloqueada. Siento un nudo de auriculares por esta razón. Me cuelgan al cuello y me pasean, siempre estoy cerca de otro cuerpo. Me he convertido en una extensión corporal de alguien que cada vez más deriva a un cyborg. Pronto moriré de obsolescencia programada. Van a sacar un Juan Dando 15".
Autógrafo
Ya completamente convertido en Juan Dando y echando de menos su forma pasada de cucaracha, sintió su cuerpo cansado como un acordeón antiquísimo. Con los ojos como platos fijos en la pared, comía una bolsa de Doritos digiriendo los últimos acontecimientos. No quería volver a transformarse aunque fuera en Brad Pitt. Pero al instante sus glúteos se endurecieron, la punta de su nariz comenzó a levantarse levemente y sus ojos se tornaron verdes. No supo si experimentó miedo o admiración al tocarse la cara y comprobar que su mandíbula era cuadrada. El reflejo del espejo del salón no mentía. Era rubio y era Brad Pitt. Tanta belleza simétrica le pesó desde el primer instante. Juan tenía esa mañana una cita importante antes de entrar a trabajar: iba a vender un par de collages de cafeteras a una clienta que no conocía personalmente. ¿Cómo reaccionaría aquella compradora de arte al ver que aparecía el señor Pitt con un par de A4s envueltos en papel de periódico? Brad Pitt bajó las escaleras rápidamente como si fuera detrás de Thelma y Louise para salvarlas. Durante el trayecto en el metro le fue imposible camuflar su cara bajo aquel librito escrito por Norman Mailer y su pecho con un sombrero de cowboy. Llegó a su cita en el Café Comercial rodeado de una marabunta, chicos y chicas y señoras y señores y niños y niñas y ancianos y ancianas que lo jaleaban. Tuvo que ser rescatado por el camarero de pajarita y servilleta en el antebrazo, que lo recibió en la puerta giratoria y lo introdujo por el pescuezo al interior. Allí sola, sentada y apoyada en la mesa de mármol más lejana se encontraba la compradora. Al acercarse Brad Pitt sudoroso, jadeante y desesperado, casi le da un infarto. No se lo esperaba. Brad posó triunfante los collages al lado de la taza de café y le comentó entrecortadamente y marcándose sus hoyuelos en la sonrisa que allí los tenía. Ella los desenvolvió nerviosa y fascinada por la visión de los papiercollés de mokas que había decidido adquirir, asintió y le dijo que por favor los firmara. Brad sacó de detrás de una de sus orejas un bolígrafo y escribió en las esquinas de cada una de las hojas: CON CARIÑO, JUAN.
Ya completamente convertido en cucaracha, nada peor podría pasar. Encajado como pudo en la butaca, pringándola de manchas viscosas, reflexionó: al menos el mundo estaba lleno de basura entre la que olisquear. Pero al dirigirse con sus patitas como si fuera un tanque crujiente al baño, se miró al espejo, y se percató de que crecía un flequillo a lo Beatle sobre sus antenas. Estaba de nuevo mutando. ¿En qué? Nada podría ser peor. Sintió que los ojos se almendraban y la boca jugosa de piñón apretaba. Quizás ninguna otra cucaracha querría besarle. Se había hecho a la idea de que sí hubiese una destrucción nuclear, él iba a sobrevivir. Pero cada vez menos no. Las patitas delanteras se juntaron formando dos bracitos pero igual de fibrados. Y las patitas traseras se juntaron como dos piernas bonitas de bailarín. Ya no podría deslizarse boca abajo sobre el techo, ni lanzarse directamente desde la lámpara a la cama. El salto de la cucaracha. De reojo observó la cafetera y le apeteció un cortado. Se le creó un cuello fino con una nuez pronunciada. La esperanza crecía y aprendió a ser bípedo de nuevo como si se dieran los primeros pasos de un bebé. Miró de reojo el armario y le apeteció vestirse. Esos días habían sido desnudos. Incluso un foulard. Asustado ante tanto cambio, decidió reposar para ver si aquello pasaba. Esa tarde, al despertar de un sueño intranquilo, ese insecto monstruoso, se encontró en el chaiselongue transformado en Juan Dando.
Una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Juan Dando se encontró en la cama transformado en un insecto monstruoso. De primeras no supo si era un grillo doméstico, un escarabajo del estiércol o un saltamontes, pero sí intuía que en algunos países podrían comérselo recubierto de chocolate. Como vivía solo, nadie se percató de su cambio, y al asomarse por la ventana desde el décimo piso, un transeúnte que por casualidad miró hacia el cielo, lo vio y pensó en cómo estaba Madrid, en que se estaba convirtiendo cada vez más en Nueva York, donde las ratas y las cucarachas cada vez eran más grandes, hasta el punto de que se echaban un cigarro en la ventana. Juan, pensó que en breve despertaría de aquel sueño, siempre tuvo mucha imaginación, pero ni pellizcando sus antenas se alteró aquella realidad crujiente y babosa. Al menos coincidió que tenía ese día libre en el trabajo. Ganó en lo que consideraba algunos superpoderes. Si fregaba el apartamento, mientras se secaba, podría estar colgado de la pared sin pisar un ápice las baldosas. Decidió bajar a la portería a preguntar al portero si tenía alguna carta de alguien que nunca le escribiría o algún paquete que no había pedido, simplemente era una excusa para saber si su nuevo aspecto impresionaba tanto. Dando intentó camuflarse con la bata y las pantuflas, y bajó mirándose en el espejo del ascensor repitiéndose que era un mero mal día, que podría excusarse con el portero con que llevaba mucho tiempo haciendo collage. El señor en cuestión no vio nada de eso. Con salir del ascensor casi le da algo. Gritó tan fuerte que sus gemidos los escucharon los ejecutivos de las Torres KIO. Juan también se asustó, tampoco era justo, el portero tampoco era Míster Universo. Subió por las escaleras bastante ágil con sus ocho patas y antes de volver a encerrarse para que nadie lo viera, tocó a la puerta de su vecina, con la que tenía cierta confianza. La puerta se abrió sola, como dirigida por el viento, y ante la curiosidad de la situación Juan Dando se adentró en el pasillo de la casa, quedando atrapado en una enorme tela de araña, en la que la araña, era su vecina, que también esa misma mañana, al despertar de un sueño intranquilo, se encontró en su cama transformada en un insecto monstruoso.
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