Juan Dando
QUIJOTE GYM
Mi monitor de pilates es como mi profesor de literatura. Forzar los abdominales es tan divertido como leer a Cervantes. Chándal y monóculo. Sudor y lupa. Dulcineas y Sanchos a mi alrededor. Jamás un hidalgo se vio en esas posiciones, sólo Rocinante. Los bomberos que se ejercitan en la otra sala son molinos. Es muy difícil sentirse pastoril mientras suena reguetón de fondo, las ovejas huirían. El metal de la armadura cruje a cada repetición como las puertas de un castillo. Todos parecen estar concentrados en sus propias guerras. Lo que sí es una locura es intentar vencer el paso del tiempo. Las canas brotan, el bigote se eriza y la aorta palpita ante la visión del horizonte de pared de espejo. Tengo pluma, tengo papel, tengo un amor, tengo un caballo, tengo libros, tengo un escudero. Hasta llegar a la taberna del gimnasio hay pasillos donde hay fuentes de agua de instituto americano. La lanza no cabe. El estandarte me sirve de toalla. (A través de la luz de la mañana se proyecta la sombra del caballero de la triste figura atravesando el hall, más tonificado).
QUÉ PAZ SIENTO EN EL LEROY MERLIN. ¿Estaré convirtiéndome en heterosexual? Esta mañana compré No más clavos y sentí una revelación tan fuerte como la de Jesucristo liberado de la cruz. Los amplios pasillos, los matrimonios de avanzada edad agarrados de la mano buscando maceteros gigantes, los empleados eficientes y serios vestidos de un verde tan irritante que me calma. La sección de lámparas para mí es como viajar a la luna y ver desde allí todos los planetas. Un hombre con rollos y rollos de tubos negros, engarzados a sus muñecas como si fueran dos pulseras gigantes. Intento ir cada día aunque sólo sea un ratito para rezar sobre las alfombras kilim, santiguarme frente a los botes XXL de pintura y abrir los grifos esmaltados en oro para simular como caería ese agua bendita. Nada de hilo musical, nada de tremendas colas para ofrecer diezmos a cambio de cables, martillos y cortinas. Leroy Merlin es mi oasis, mi resort en República Dominicana, mi templo tibetano. Mis látigos para la flagelación son de allí. ¿Es esto una terapia de conversión con olor a aguarrás?
PEDRO Y LA MEDUSA
Hacía tiempo que no veía el mar. Excitado, nada más posar mis posaderas sobre la arena, me quité la camiseta como si me peleara con ella y me incorporé bípedo hacia la orilla. Caminé tres pasos dejando atrás la espuma y las piedras que parecían joyas y dispuesto a tirarme al fondo de ese espejo como un delfín, reparé que algo azul eléctrico danzaba quieto y bamboleante frente a mí. No soy biólogo marino pero reconocí en aquella criatura fascinante y de aquel color que superaba el Klein, a una medusa. Volví a las toallas, dije: me alejo un poco para nadar, hay una medusa. Todos respondieron que me había confundido, que no podía ser, que era imposible, que llevaban yendo años a aquella playa y que nunca habían visto una. Dudé. Quizás había bebido demasiado café. Pero ante la posibilidad de ser electrocutado preferí perderme más lejos y sumergirme con la relativa tranquilidad que te puede dar una pareja jugando apasionadamente a las palas. Nadé a crol, me hice el muerto, buceé hasta que no pude más (reconozco que creo que hice también un poco de pis). De repente, alguien gritó mi nombre a lo lejos, entreabrí los ojos con dificultad, acuosos y salados, y vislumbré a un grupo de bañistas alrededor de algo sobre la arena. Fui corriendo como si fuese de mi pertenencia. Lo más rápido que te pueden permitir los cubos, los rastrillos y las palas. Aparté a los míos y a los no míos del circulo y allí estaba, blanca, blanda, apagada, pegajosa, cansada. Y me arrepentí de haber dicho algo, deseé no haber dicho nada y haberme dejado picar, haber dejado llevarme al hospital, haber estropeado mi primer baño del año, muy a pesar de que la verdad se confirmó.
"El sitio donde me siento más seguro y a gusto es en la sección de congelados del Carrefour de la calle José Abascal de Madrid"
El sitio donde me siento más seguro y a gusto es en la sección de congelados del Carrefour de la calle José Abascal de Madrid. Es exactamente el centro del súper del centro del barrio que adoro del centro de la ciudad que me acoge. Es como un ohm pero rodeado de nuggets, pizzas Doctor Oetker y san jacobos. Hay silencio en este punto y la piel se tersa por el frío. Hay días que hago peregrinamientos hasta esa localización, aunque no tenga necesidad de llenar la nevera, siempre hay una buena excusa para comprar velas, chocolates o cuchillas de afeitar. Son mis baldosas telúricas, mi tierra santa de ofertas. Unos viajan al Tíbet, otros a Santiago, otros a Jerusalén, pero yo viajo a la sección de congelados del Carrefour de la calle José Abascal de Madrid donde me siento el centro del universo.
por no olvidar la crítica de @nataliadepedroso sobre mi serie de cafeteras 😍:
Juan Dando [ @juan.dando ], un artista que ha capturado la atención del público y la crítica con su enfoque innovador, presenta por primera vez en la galería su serie “Cafeteras”. Esta colección de obras de pequeño formato reinterpreta la clásica cafetera italiana mediante una amalgama de técnicas mixtas, incluyendo collage, lápices, acrílicos, rotuladores y cartas. Cada pieza, rebosante de color, se erige como un microcosmos único que invita al espectador a un viaje introspectivo y sensorial.
La elección de la cafetera italiana como motivo central no es casualidad; este objeto cotidiano, emblemático de la cultura del café, se convierte en un lienzo metafórico sobre el cual Dando explora la intersección entre lo mundano y lo sublime. Al integrar referencias a obras maestras y elementos de la vida diaria, el artista difumina las fronteras entre el arte elevado y la cultura popular, cuestionando las jerarquías tradicionales del mundo artístico.
El uso del collage y la superposición de materiales en estas piezas añade una dimensión táctil y estratificada, reflejando la complejidad de las experiencias humanas y la multiplicidad de perspectivas desde las cuales se puede abordar la realidad. Los colores vibrantes y el trazo decidido de Dando confieren a cada cafetera una personalidad propia, transformándolas en personajes silenciosos que narran historias .
Cada obra es una ventana a un universo donde lo familiar se convierte en extraordinario, y donde el espectador es llamado a encontrar significado en los detalles más simples de la vida diaria.
#arte #analisisdearte @lazonagallery
"David Lynch"
Éramos, somos, cinco hermanos. Y recuerdo que a principios de los años noventa, nos sentábamos repartidos en el sofá y los sillones junto a nuestros padres para ver Twin Peaks. Yo a veces en el suelo, con mi mantita de borreguito, jugando con algún muñeco. La anécdota en cuestión es que después de ese ritual televisivo, el drama llegó en el último capítulo, donde el asesino de Laura Palmer se descubriría. La tensión y el silencio se respiraba en el salón, se podía cortar con un cuchillo jamonero. Supongo que a mí me daba igual porque estaba entretenido con mi muñeco pero ante tanta expectación, era consciente de que un momento culminante estaba a punto de llegar. Mi padre, ante tanto mutismo postadolescente, dejó de tener interés, y decidió dos minutos antes de que se descubriera el pastel, pasar por delante de la televisión hacia la terraza a ritmo de tortuga. El roce de sus zapatos de estar por casa contra el suelo sonaron amplificados ante tal concentración. Mis hermanos gritaron, incluso creo que gritó mi muñeco también frente a ese sacrilegio. Tantos capítulos, tantos minutos gastados de tirantez se iban al garete para observar a mi padre tapando la tele con su cuerpo en esos precisos instantes. Indignado por ese paseo mundano que causó tanto revuelo, cogió el mando de la tele sigilosamente y lo escondió en uno de los bolsillos de su bata verde Lynch. Retrocedió y volvió a su sitio, y en el momento en el que se iba a descubrir el asesino de Laura Palmer apagó la tele. Las caras blancas de mis hermanos se quedaron aún más blancas. Hubo chillidos. Lamentos. Desesperación. Mi padre, sentado, obtuvo su venganza. Moraleja: nunca quejarse de que a tu padre le apetezca salir a tomar el aire en la terraza.
«YO OS DECLARO MARIDO Y EDIFICIO»
Estoy enamorado de un edificio. No es que me guste sólo arquitectónicamente, si no que también de forma sentimental, es decir, me gustaría llevármelo al cine y agarrarle de la mano. No cabría en un cine, es una mole, pero lo veo cada mañana, lo puedo ver desde la ventana. Es mi vecino de enfrente. Le guiño el ojo pero sigue impertérrito sin devolverme el guiño. Paso por debajo y lo venero. Es perfecto para mí, lo que siempre he buscado: está cuadrado, parece inteligente, sus ventanas están abiertas, tiene una azotea amueblada. Puedo ver que se relaciona con mucha gente, ejecutivos sobre todo pero yo soy otra cosa, los polos apuestos se atraen. Quiero casarme con un edificio, y tener hijos, un coche y un perro. Es tan elegante en su hall de entrada, tan bien iluminado durante la noche. Es un poco mayor que yo, veinte años por lo menos. Sus padres son dos hombres, dos arquitectos. Me gusta que venga de una familia progresista. No sé cómo decírselo. Cómo declararme. Quizás gritarle mi amor con un magnetófono, o meter en todos sus buzones cartas de amor. Si tuviéramos hijos supongo que tendríamos un pequeño estudio bohemio de vigas industriales. Si tuviera que declararme, me asomaría al exterior desde alguna de sus ventanas como en Romeo y Julieta con la diferencia de que Romeo sería la propia ventana en la que me asomaba. Habrá gente que esté enamorada de su teléfono móvil, de su bicicleta, de su coche, de sus zapatos, de su monitor de gym, pero yo lo estoy de un edificio y no quiero hacerle daño provocando un terremoto de tanta pasión.
Salón de campo (chimenea)
LA CHIMENEA es una enorme radio de mármol
de frecuencias de marcos del pasado, como bolas
de cristal de madera que adivinan lo que ya
todos sabemos: pigmentación de caras de plata
los sombreros de paja colgados como fantasmas
con cabeza, insolados de verano, lacios de lazos
cumpliendo otra función que no es: rellenar el vacío
los jarrones que pesan sudor de manos agrietadas,
con secretos dentro que los convierten en instrumentos
musicales, el oro del reloj de ciervos marca berridos
supersónicos: no importa las dos de la tarde
{hay un cuadro dado la vuelta
nadie sabe nadie pregunta
es un recuerdo castigado
la silla de mimbre es tan baja que a uno
lo pone al nivel del fuego
el fuego es más alto
el fuego es un palacio}
el bolígrafo ha reventado en el bolsillo del jersey
de punto, es insalvable, la tinta gotea sobre la alfombra
el lamparón es un poema que mancha, que no ilumina
que oscurece, que no podrá salvarse de la ceniza.
Mente en blanco
veo un pulcro muro, no hay grafitis, no pienso, mi nombre es Nada, o Alejandra Pizarnik, ojalá la flecha roja a la diana negra, ni siquiera es presente el reloj, no puede medir, estoy emparedado entre lo cósmico negro del globo ocular de hielo de frente de nieve, mudo de sangre, el té se congela antes de caer al suelo, reflexión de animal, reflexión de pinchazo, flexión de mármol, el sendero es tan ancho que lo abarca todo kilómetros de profundidad en el océano, agujero pálido, casa de conejo negro, azúcar de galaxia, ni aleteo de mariposa, ni guiño, ni impulso lechoso, el tiempo es una cabeza de alfiler plateada, instante de purgatorio, instante de vírgula de eñe que desaparece, no hay ni fondo ni forma detrás de este muro blanco, instante de polinización mental inerte sobre mi vida.
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